Arquitectura es, sí, el arte de la construcción. Pero no el mero arte de la fabricación de casas, tal y como podría resultar serlo la albañilería, sino el arte de la construcción a partir de un principio (entendido como origen rector), a partir de un arché que rige el desarrollo –de ahí archétectura, de la misma manera que archétipo- y Verdad de lo construido.
Si no hay ese origen rector no hay arquitectura… hay otra cosa. No es que nos preocupe la arquitectura aquí, ni que vayamos a dar pistas para que los nuevos arquitectos de hoy hagan otra arquitectura…, no; la cuestión nos vale como ejemplo… ya que en una de mis lecturas me encontré con un fragmento inestimable de filosofía que se me quedó muy grabado…
He aquí el fragmento, aunque sea, no lo dudo, un poco largo y aburrido de leer, no es menos significativo en todo lo que dice: de Descartes en el Discurso del método, segunda parte. Utilizo la traducción de Risieri Frondozi, Ed. Alianza, 2006, p. 89-93.
«Encontrábame por entonces en Alemania, […], con toda la tranquilidad necesaria para entregarme por entero a mis pensamientos. Entre los cuales fue uno de los primeros el ocurrírseme considerar que muchas veces sucede que no hay tanta perfección en las obras compuestas de varios trozos y hechas por diferentes maestros como en aquellas en que uno solo ha trabajado. Se ve, en efecto, que los edificios que ha emprendido y acabado un solo arquitecto suelen ser más bellos y mejor ordenados que aquellos otros que varios han tratado de restaurar, sirviéndose de antiguos muros construidos para otros fines. Esas viejas ciudades que no fueron al principio sino aldeas y que con el transcurso del tiempo se convirtieron en grandes ciudades, están ordinariamente muy mal trazadas si las comparamos con esas plazas regulares que un ingeniero diseña a su gusto en una llanura; y, aunque considerando sus edificios uno por uno, encontrásemos a menudo en ellos tanto o más arte que en los de las ciudades nuevas, sin embargo, viendo cómo están dispuestos -aquí uno grande, allá uno pequeño- y cuán tortuosas y desiguales son por esta causa las calles, diríase que es más bien el azar, y no la voluntad de unos hombres provistos de razón, el que los ha dispuesto así. Y si se considera que en todo tiempo ha habido, sin embargo, funcionarios encargados de cuidar que los edificios particulares sirvan de ornato público, bien se comprenderá lo difícil que es hacer cabalmente las cosas cuando se trabaja sobre lo hecho por otros. Del mismo modo, imaginaba yo que esos pueblos que fueron en otro tiempo semisalvajes y se han ido civilizando poco a poco, estableciendo leyes a medida que a ellos les obligaba el malestar causado por los delitos y las querellas, no pueden estar tan bien constituidos como los que han observado las constituciones de un legislador prudente desde el momento en que se reunieron por primera vez. Por esto es muy cierto que el gobierno de la verdadera religión, cuyas ordenanzas fueron hechas por Dios, debe estar incomparablemente mejor arreglado que los de los demás. […] Y pensé asimismo que por haber sido todos nosotros niños antes de ser hombres y haber necesitado por largo tiempo que nos gobernasen nuestros apetitos y nuestros preceptores, con frecuencia contrarios unos a otros, y acaso no aconsejándonos, ni unos ni otros, siempre lo mejor, es casi imposible que nuestros juicios sean tan puros y sólidos como lo serían si desde el momento de nacer hubiéramos dispuesto por completo de nuestra razón y ella únicamente nos hubiera dirigido.
Es cierto que no vemos que se derriben todas las casas de una ciudad con el único propósito de reconstruirlas de otra manera y hacer más hermosas las calles; pero no menos cierto es que muchos particulares mandan echar abajo sus viviendas para reedificarlas, y aun vemos que a veces lo hacen obligados cuando hay el peligro de que la casa se caiga o cuando sus cimientos no son muy firmes.»
No hablemos del mal gusto de Descartes. Concentrémonos en otra cosa… en esa extraña relación entre lo Uno y los muchos, o lo que es lo mismo, entre la unidad y la multiplicidad:
Lo que dice Descartes está, aparentemente, lleno de sentido… Vemos esas cosas funcionar a diario, ¿no es cierto? Haciéndonos suponer que una cosa funciona mejor en tanto que tenga una cabeza visible, un líder, un Estado que someta el desorden de las multiplicidades a una armonía preestablecida.
Incontables ocasiones se escucha, por anhelos ya prácticos ya armónicos, que una cosa cualquiera no puede llegar a buen puerto si no está comandada y regida por alguien: caudillos, líderes, arquitectos, da igual, la cosa está siempre enfocada desde lo múltiple de la cosa –lo que no se resiste a someterse al régimen del Uno y que en un estado (no natural, que me resisto a utilizar esa palabra por lo equívoca que resulta), pero sí descuidado, sin que hubiese nadie que se ocupara ni mandara sobre la cosa, parece tender a deshacerse en lo múltiple- para someterlo a lo Uno.
La arquitectura es un mero ejemplo… todas las ciencias y las artes parecen estar enfocadas a eso de Uno que hay detrás de su apariencia múltiple… Política, ciencia, matemáticas, metafísica… todo parece querer señalar y apuntar al Uno; válganos como guinda de lo dicho algunos textos aristotélicos sobre la ciencia primera
Recogemos tres pasajes significativos de los libros IV y VI que citamos en cada caso siguiendo la traducción de Tomás Calvo Martínez en la Ed. Gredos, Madrid, 1994:
i) «La expresión ‘algo que es’ se dice en muchos sentidos, pero en relación con una sola cosa y una sola naturaleza y no por mera homonimia, […] así también ‘algo que es’ se dice en muchos sentidos, pero en todos los casos en relación con un único principio: de unas cosas se dice que son por ser entidades, de otras por ser afecciones de la entidad, de otras por ser un proceso hacia la entidad […]. Y de ahí que, incluso de lo que no es, digamos que es "algo que no es"». (IV 2, 1003a 34ss)
ii) «Cabe plantearse la aporía de si la filosofía primera es acaso universal, o bien se ocupa de un género determinado y de una sola naturaleza […]. Así pues, si no existe ninguna otra entidad fuera de las físicamente constituidas, la física sería ciencia primera. Si, por el contrario, existe alguna entidad inmóvil, ésta será anterior, y filosofía primera, y será universal de este modo: por ser primera. Y le corresponderá estudiar lo que es, en tanto que algo es, y qué-es, y los atributos que le pertenecen en tanto que algo es.» (VI 1, 1026a 22ss)
iii) «…hay que decir, en primer lugar, sobre ‘lo que es’ accidentalmente que no es posible estudio alguno acerca de ello. He aquí una prueba: ninguna ciencia –ni práctica, ni productiva, ni teórica- lo tiene en cuenta. En efecto, el que hace una casa no hace todas aquellas cosas que accidentalmente suceden con la casa ya terminada (estas cosas son, desde luego, infinitas: y es que nada impide que, terminada ya, a unos les resulte agradable y a otros peligrosa y a otros provechosa, y que resulte, por así decirlo, distinta de cuanto existe; nada de lo cual es producido por el arte de construir)…» (VI 2, 1026b 2ss)
Sin embargo, y aunque aquí nos podríamos entretener muy mucho hablando de las tonterías de conceptos y definiciones de los términos peripatéticos, lo importante es ver cómo en estos tres textos todo apunta hacia el Uno. Primero en i habla sobre cómo toda la polisemia de ‘lo que es’ que se puede hasta predicar de ‘lo que no es’, está siempre apuntando hacia un Uno: esto quiere decir, que todo aquello que sea en realidad es por virtud de un único significado –no me atrevo a decir sustancia o entidad (que eso sería ya mandarlo del todo al plano de la teología), pero veremos como ello parece indicarlo-. Y ese significado tiene que ser Uno en la medida que está acotado (encontrar ese significado será, muy claramente, la tarea de la filosofía primera): esto es, en resumidas cuentas, que lo que hay de múltiple en lo que es está dado por una sola cosa.
En ii el problema ya sale del mero ámbito del hablar y llega a suponer la existencia, sí, de una entidad –una sustancia- que sea propiamente inmóvil y anterior a las cosas múltiples –esto es Dios, claro está-, lo que ha llevado a este pasaje a ser uno de los más problemáticos de todo el corpus aristotélico: ya que parece decir, sin mayor empacho, que la filosofía primera lo que tiene que hacer es buscar a Dios –como bien ya lo decía la canción- y que no hay una metafísica que no sea propiamente una teología.
Y finalmente en iii encontramos el colofón, lo que cierra el razonamiento: sobre lo demás –es decir, sobre lo que no apunta hacia el Uno- no cabe forma alguna de ciencia. Ya que la ciencia siempre trata de lo que es Uno –de la misma manera que el zapatero, necesariamente tiene que contemplar al ‘zapato’ (a la Idea del zapato o ‘zapatidad’, si se me permite el palabro) para realizar su arte-… y aquello que no esté ordenado hacia ese Uno, será necesariamente misterioso e impredecible… y si se dice que es, es por mero reflejo, como el espejo último de la materia… allá donde Plotino decía que el reflejo de la Luz de el Uno-Divino que colinda con el no-ser y sólo puede alcanzar su redención en la medida en que contemple la irradiación profunda del Uno incognoscible.
Esto es: que lo que hay y lo que pasa –lo accidental, lo azaroso de la construcción de las calles, lo impredecible del apetito, lo misterioso del amor- es imposible de someter a ciencia, imposible de someterlo si no lo hacemos parte de ese Uno rector (de Dios, Estado, Necesidad, principio de No-contradicción, Dinero, Individuo, Voluntad, Alma, etc. da igual el nombre y sus características), y si no sometemos la multiplicidad a la Unidad.
Sin embargo queda un problema… queda algo que bien nos hace mirar Aristóteles de la siguiente manera, cuando en la Política, criticando las medidas platónicas respecto de las ciudades (ante todo y sobre todo la comunidad de hijos y mujeres Rep. V, 464d, como medida de someter la multiplicidad de la ciudad a una forma de unidad,) dice en el libro II, 1261a 15ss: (uso la trad. Manuela García Valdés, Ed. Gredos, Madrid, 1994)
«Sin embargo, es evidente que al avanzar en este sentido y hacerse más unitaria, ya no será ciudad. Pues la ciudad es por su naturaleza una cierta pluralidad, y al hacerse más una, de ciudad se convertirá en casa, y de casa en hombre, ya que podríamos afirmar que la casa es más unitaria que la ciudad y el individuo más que la casa. De modo que aunque alguien fuera capaz de hacer esto, no debería hacerlo, porque destruiría la ciudad.
Y no sólo la ciudad está compuesta de una pluralidad de hombres, sino que también difieren de modo específico. […] Unos gobiernan y otros son gobernados alternativamente, como si se transformaran en otros. Y del mismo modo entre los que mandan; unos ejercen unos cargos y otros, otros. Por lo tanto, de todo esto es claro que la ciudad no es tan unitaria por naturaleza, como algunos dicen, y que lo que llaman el mayor bien en las ciudades, las destruye. Sin embargo, el bien de cada cosa la salva.»
Con esto es suficiente. Naturalmente ocurre de nuevo con Aristóteles lo que ya hemos señalado con otros filosofantes… que después de parir un razonamiento maravilloso, acaba echándolo por tierra al convertirlo en Idea… esto es, que primero crítica y dice NO al modelo platónico –ya que la comunidad de hijos y mujeres lo único que pretendía era dar más unidad a la ciudad (esto es, encaminarla desde su multiplicidad hacia lo uno)-, aunque luego acaba hablando de eso que llama pluralidad y lo manda todo al traste.
Y esto era con lo que quería acabar… con lo que nos lleva el paso de nuestro razonamiento de la negación del Uno: a saber, que si no hay Uno tampoco puede haber Multiplicidad (por lo menos entendida como una serie de unidades que convivan de tal o cual modo). Si negamos al Uno, en realidad estamos negando el substrato sobre la que se asienta la Pluralidad –en otras palabras, si en aritmética decimos que no hay unidad, no podrá haber acaso ni dos ni tres ni cuatro ni toda la serie de los números naturales que sólo se pueden construir a partir de la unidad.
Cuando llegamos a este punto la cosa puede parecerle a alguno trágica: está bien que neguemos al Padre-Uno-Tirano… pero ¿negar la díada múltiple y plural?
Cuando negamos la Unidad –sea de la ciudad, de las leyes, de los estados, de la arquitectura o de lo que sea-, pero pretendemos mantener esa pluralidad que sigue regida por la unidad, esto es que se enaltece la diferencia específica entre los individuos, familias, religiones, partidos políticos, naciones o folclores de tradiciones, entonces la negación del Uno no sirve para nada. Es en este ensueño de la negación del Padre en el que vivimos –los que tengamos la desdicha de padecer estos regímenes democráticos-; que negando el totalitarismo se piensa que la pluralidad ingente –producciones industriales de pluralidades: géneros sexuales, modas, consumo, partidos políticos, quehaceres, modas, pasatiempos, corrientes artísticas alternativas, etc.- en algo se está combatiendo al Padre-Uno
pero aunque fuese cierto, no tendríamos menos que decir que estas formas unitarias de lo múltiple es exactamente lo mismo: una cierta multiplicidad que está siempre contemplando a Dios… a su propia verdad.
Por ello lo verdaderamente opuesto al Uno no es la pluralidad ni la multiplicidad, ni siquiera el azar o la construcción deliberadamente horrible de nuestras ciudades –por llevarle la contra al buen Descartes. No. Lo único que puede hacer frente a esa mentira del Uno es la negación de que las cosas sean las que son –ya que si fueran tendrían que ser en virtud de algo que es Uno-, y de ahí partir a quién sabe dónde.
Desde hace ya tiempo que no veo en esto ninguna forma de angustia –tal y como alguno pudiera pensar… habrá que profundizar más en desarraigar el principio de no-contradicción-; ni mucho menos creo yo que si se niega tanto al Uno como a la díada (o multiplicidad) nos quedemos con la Nada. Ni mucho menos –digamos, aunque será un tema que tendremos que abordar en otra ocasión, que ‘la nada’ no puede surgir ante la negación auténtica de lo Uno, ya que ‘la Nada’ es una parte fundamental para la existencia misma del ‘ser’ (ya abordaremos estos temas cuando nos acerquemos a Meliso de Samos, un presocrático apasionante)-… sino que lo que nos queda es otra cosa, es la negación misma del ser de la cosa: lo que le permite, naturalmente, que florezca desde su misterio sin tener que mirar a ningún Dios para poder generarse y haberla.
Porque, como dicen los galleguiños: las cosas sin el ser –lo mismo que las brujas y las santas compañas- haberlas hailas. Flores y perros por igual, creciendo a ritmo de quién sabe que misterio –que ni es uno ni es muchos, porque siendo muchos serían unos y siendo uno serían el principio de los muchos-, sino que es algo… algo que bulle ahí y que se alza de hombros y parpadea...
Si no hay ese origen rector no hay arquitectura… hay otra cosa. No es que nos preocupe la arquitectura aquí, ni que vayamos a dar pistas para que los nuevos arquitectos de hoy hagan otra arquitectura…, no; la cuestión nos vale como ejemplo… ya que en una de mis lecturas me encontré con un fragmento inestimable de filosofía que se me quedó muy grabado…
He aquí el fragmento, aunque sea, no lo dudo, un poco largo y aburrido de leer, no es menos significativo en todo lo que dice: de Descartes en el Discurso del método, segunda parte. Utilizo la traducción de Risieri Frondozi, Ed. Alianza, 2006, p. 89-93.
«Encontrábame por entonces en Alemania, […], con toda la tranquilidad necesaria para entregarme por entero a mis pensamientos. Entre los cuales fue uno de los primeros el ocurrírseme considerar que muchas veces sucede que no hay tanta perfección en las obras compuestas de varios trozos y hechas por diferentes maestros como en aquellas en que uno solo ha trabajado. Se ve, en efecto, que los edificios que ha emprendido y acabado un solo arquitecto suelen ser más bellos y mejor ordenados que aquellos otros que varios han tratado de restaurar, sirviéndose de antiguos muros construidos para otros fines. Esas viejas ciudades que no fueron al principio sino aldeas y que con el transcurso del tiempo se convirtieron en grandes ciudades, están ordinariamente muy mal trazadas si las comparamos con esas plazas regulares que un ingeniero diseña a su gusto en una llanura; y, aunque considerando sus edificios uno por uno, encontrásemos a menudo en ellos tanto o más arte que en los de las ciudades nuevas, sin embargo, viendo cómo están dispuestos -aquí uno grande, allá uno pequeño- y cuán tortuosas y desiguales son por esta causa las calles, diríase que es más bien el azar, y no la voluntad de unos hombres provistos de razón, el que los ha dispuesto así. Y si se considera que en todo tiempo ha habido, sin embargo, funcionarios encargados de cuidar que los edificios particulares sirvan de ornato público, bien se comprenderá lo difícil que es hacer cabalmente las cosas cuando se trabaja sobre lo hecho por otros. Del mismo modo, imaginaba yo que esos pueblos que fueron en otro tiempo semisalvajes y se han ido civilizando poco a poco, estableciendo leyes a medida que a ellos les obligaba el malestar causado por los delitos y las querellas, no pueden estar tan bien constituidos como los que han observado las constituciones de un legislador prudente desde el momento en que se reunieron por primera vez. Por esto es muy cierto que el gobierno de la verdadera religión, cuyas ordenanzas fueron hechas por Dios, debe estar incomparablemente mejor arreglado que los de los demás. […] Y pensé asimismo que por haber sido todos nosotros niños antes de ser hombres y haber necesitado por largo tiempo que nos gobernasen nuestros apetitos y nuestros preceptores, con frecuencia contrarios unos a otros, y acaso no aconsejándonos, ni unos ni otros, siempre lo mejor, es casi imposible que nuestros juicios sean tan puros y sólidos como lo serían si desde el momento de nacer hubiéramos dispuesto por completo de nuestra razón y ella únicamente nos hubiera dirigido.
Es cierto que no vemos que se derriben todas las casas de una ciudad con el único propósito de reconstruirlas de otra manera y hacer más hermosas las calles; pero no menos cierto es que muchos particulares mandan echar abajo sus viviendas para reedificarlas, y aun vemos que a veces lo hacen obligados cuando hay el peligro de que la casa se caiga o cuando sus cimientos no son muy firmes.»
No hablemos del mal gusto de Descartes. Concentrémonos en otra cosa… en esa extraña relación entre lo Uno y los muchos, o lo que es lo mismo, entre la unidad y la multiplicidad:
(Esta vez nos concentraremos en tanto que consideremos al uno como un mero
aparato político y de conocimiento –en metafísica y política-, que el otro
campo, quiero decir, el uno y los números tendrá que ser tocado con más
detenimiento en otra ocasión distinta, ya que hay que estudiar con detenimiento
otros procesos del universo matemático de los que no me atrevería a abordar
ahora… más adelante)
Lo que dice Descartes está, aparentemente, lleno de sentido… Vemos esas cosas funcionar a diario, ¿no es cierto? Haciéndonos suponer que una cosa funciona mejor en tanto que tenga una cabeza visible, un líder, un Estado que someta el desorden de las multiplicidades a una armonía preestablecida.
(Un apéndice meramente significativo: obsérvense las ciudades de Brasilia, Barcelona, San
Petersburgo, Puebla de
los Ángeles, etc. cuya construcción tan artificial como geométrica es
francamente desasosegante y no veo por dónde ver en ellas más vida o más belleza
o más utilidad que entre las favelas, suburbios o chabolas que se instalan
siempre a las márgenes)
Incontables ocasiones se escucha, por anhelos ya prácticos ya armónicos, que una cosa cualquiera no puede llegar a buen puerto si no está comandada y regida por alguien: caudillos, líderes, arquitectos, da igual, la cosa está siempre enfocada desde lo múltiple de la cosa –lo que no se resiste a someterse al régimen del Uno y que en un estado (no natural, que me resisto a utilizar esa palabra por lo equívoca que resulta), pero sí descuidado, sin que hubiese nadie que se ocupara ni mandara sobre la cosa, parece tender a deshacerse en lo múltiple- para someterlo a lo Uno.
La arquitectura es un mero ejemplo… todas las ciencias y las artes parecen estar enfocadas a eso de Uno que hay detrás de su apariencia múltiple… Política, ciencia, matemáticas, metafísica… todo parece querer señalar y apuntar al Uno; válganos como guinda de lo dicho algunos textos aristotélicos sobre la ciencia primera
(Digo ‘ciencia primera’ y no metafísica por no asentar equívocos que se han
traído a través de la Historia de la Filosofía. Recordemos simplemente que
cuando Andrónico
de Rodas –editor del corups aristotélico- se topó con los apuntes del
estagirita allá por el s. II d. C. y se propuso la tarea de ordenarlos y
editarlos, al toparse con los libros que hoy se publican bajo el lema
‘Metafísica’ no tenía muy claro el tema del que trataban y mucho menos cómo
titular la materia que abordaban, y no tuvo más remedio que llamarlos: metá tá
phýsica, o lo que es lo mismo ‘[los libros, lecciones o ciencia] que van después
de la Física’, ya que se encontraban en un volumen posterior a la edición de los
libros que trataban sobre la Naturaleza –o phýsis-… descripción bastante mala si
entendemos que Aristóteles siempre dijo que la filosofía primera tenía una
cierta prioridad y preeminencia de estudio sobre los estudios naturales; y que
en el fondo –como veremos en los textos-, muy probablemente cuando hablaba de
filosofía primera se refería específicamente a la Teología):
Recogemos tres pasajes significativos de los libros IV y VI que citamos en cada caso siguiendo la traducción de Tomás Calvo Martínez en la Ed. Gredos, Madrid, 1994:
i) «La expresión ‘algo que es’ se dice en muchos sentidos, pero en relación con una sola cosa y una sola naturaleza y no por mera homonimia, […] así también ‘algo que es’ se dice en muchos sentidos, pero en todos los casos en relación con un único principio: de unas cosas se dice que son por ser entidades, de otras por ser afecciones de la entidad, de otras por ser un proceso hacia la entidad […]. Y de ahí que, incluso de lo que no es, digamos que es "algo que no es"». (IV 2, 1003a 34ss)
ii) «Cabe plantearse la aporía de si la filosofía primera es acaso universal, o bien se ocupa de un género determinado y de una sola naturaleza […]. Así pues, si no existe ninguna otra entidad fuera de las físicamente constituidas, la física sería ciencia primera. Si, por el contrario, existe alguna entidad inmóvil, ésta será anterior, y filosofía primera, y será universal de este modo: por ser primera. Y le corresponderá estudiar lo que es, en tanto que algo es, y qué-es, y los atributos que le pertenecen en tanto que algo es.» (VI 1, 1026a 22ss)
iii) «…hay que decir, en primer lugar, sobre ‘lo que es’ accidentalmente que no es posible estudio alguno acerca de ello. He aquí una prueba: ninguna ciencia –ni práctica, ni productiva, ni teórica- lo tiene en cuenta. En efecto, el que hace una casa no hace todas aquellas cosas que accidentalmente suceden con la casa ya terminada (estas cosas son, desde luego, infinitas: y es que nada impide que, terminada ya, a unos les resulte agradable y a otros peligrosa y a otros provechosa, y que resulte, por así decirlo, distinta de cuanto existe; nada de lo cual es producido por el arte de construir)…» (VI 2, 1026b 2ss)
(Antes que nada, como mero glosario, porque aquí partimos de la base de que los
estudios de filosofía son inútiles en la medida en que sólo se tomen como meros
catálogos históricos y sólo tienen un poquitín de utilidad en la medida en que
sean entendidos y utilizados para deshacer la Realidad; entidad la traduce Calvo
Martínez del término griego ousía que tradicionalmente solía traducirse por
sustancia en el vocabulario escolástico y que es definido según el propio
Aristóteles (Met. V 8): «el sujeto último que ya no se predica de otra cosa». Y
aunque no sé si esto valga para aclarar el término, se puede acudir al capítulo
citado (V 8) para comprobar la polisemia del término y acotarlo según se pueda.)
Sin embargo, y aunque aquí nos podríamos entretener muy mucho hablando de las tonterías de conceptos y definiciones de los términos peripatéticos, lo importante es ver cómo en estos tres textos todo apunta hacia el Uno. Primero en i habla sobre cómo toda la polisemia de ‘lo que es’ que se puede hasta predicar de ‘lo que no es’, está siempre apuntando hacia un Uno: esto quiere decir, que todo aquello que sea en realidad es por virtud de un único significado –no me atrevo a decir sustancia o entidad (que eso sería ya mandarlo del todo al plano de la teología), pero veremos como ello parece indicarlo-. Y ese significado tiene que ser Uno en la medida que está acotado (encontrar ese significado será, muy claramente, la tarea de la filosofía primera): esto es, en resumidas cuentas, que lo que hay de múltiple en lo que es está dado por una sola cosa.
En ii el problema ya sale del mero ámbito del hablar y llega a suponer la existencia, sí, de una entidad –una sustancia- que sea propiamente inmóvil y anterior a las cosas múltiples –esto es Dios, claro está-, lo que ha llevado a este pasaje a ser uno de los más problemáticos de todo el corpus aristotélico: ya que parece decir, sin mayor empacho, que la filosofía primera lo que tiene que hacer es buscar a Dios –como bien ya lo decía la canción- y que no hay una metafísica que no sea propiamente una teología.
(Sobre estos problemitas –no poco desdeñables- se puede consultar los trabajos
de Owen, Merlan o Jeager, para ver de qué manera los especialistas se han pegado
de tortas, los unos para intentar salvaguardar al Aristóteles científico y
positivo, enemigo de los presupuestos platónicos; y los otros por señalar en el
estagirita la gran reforma del pensamiento platónico que culminó en el
neoplatonismo plotiniano)
Y finalmente en iii encontramos el colofón, lo que cierra el razonamiento: sobre lo demás –es decir, sobre lo que no apunta hacia el Uno- no cabe forma alguna de ciencia. Ya que la ciencia siempre trata de lo que es Uno –de la misma manera que el zapatero, necesariamente tiene que contemplar al ‘zapato’ (a la Idea del zapato o ‘zapatidad’, si se me permite el palabro) para realizar su arte-… y aquello que no esté ordenado hacia ese Uno, será necesariamente misterioso e impredecible… y si se dice que es, es por mero reflejo, como el espejo último de la materia… allá donde Plotino decía que el reflejo de la Luz de el Uno-Divino que colinda con el no-ser y sólo puede alcanzar su redención en la medida en que contemple la irradiación profunda del Uno incognoscible.
Esto es: que lo que hay y lo que pasa –lo accidental, lo azaroso de la construcción de las calles, lo impredecible del apetito, lo misterioso del amor- es imposible de someter a ciencia, imposible de someterlo si no lo hacemos parte de ese Uno rector (de Dios, Estado, Necesidad, principio de No-contradicción, Dinero, Individuo, Voluntad, Alma, etc. da igual el nombre y sus características), y si no sometemos la multiplicidad a la Unidad.
Sin embargo queda un problema… queda algo que bien nos hace mirar Aristóteles de la siguiente manera, cuando en la Política, criticando las medidas platónicas respecto de las ciudades (ante todo y sobre todo la comunidad de hijos y mujeres Rep. V, 464d, como medida de someter la multiplicidad de la ciudad a una forma de unidad,) dice en el libro II, 1261a 15ss: (uso la trad. Manuela García Valdés, Ed. Gredos, Madrid, 1994)
«Sin embargo, es evidente que al avanzar en este sentido y hacerse más unitaria, ya no será ciudad. Pues la ciudad es por su naturaleza una cierta pluralidad, y al hacerse más una, de ciudad se convertirá en casa, y de casa en hombre, ya que podríamos afirmar que la casa es más unitaria que la ciudad y el individuo más que la casa. De modo que aunque alguien fuera capaz de hacer esto, no debería hacerlo, porque destruiría la ciudad.
Y no sólo la ciudad está compuesta de una pluralidad de hombres, sino que también difieren de modo específico. […] Unos gobiernan y otros son gobernados alternativamente, como si se transformaran en otros. Y del mismo modo entre los que mandan; unos ejercen unos cargos y otros, otros. Por lo tanto, de todo esto es claro que la ciudad no es tan unitaria por naturaleza, como algunos dicen, y que lo que llaman el mayor bien en las ciudades, las destruye. Sin embargo, el bien de cada cosa la salva.»
Con esto es suficiente. Naturalmente ocurre de nuevo con Aristóteles lo que ya hemos señalado con otros filosofantes… que después de parir un razonamiento maravilloso, acaba echándolo por tierra al convertirlo en Idea… esto es, que primero crítica y dice NO al modelo platónico –ya que la comunidad de hijos y mujeres lo único que pretendía era dar más unidad a la ciudad (esto es, encaminarla desde su multiplicidad hacia lo uno)-, aunque luego acaba hablando de eso que llama pluralidad y lo manda todo al traste.
Y esto era con lo que quería acabar… con lo que nos lleva el paso de nuestro razonamiento de la negación del Uno: a saber, que si no hay Uno tampoco puede haber Multiplicidad (por lo menos entendida como una serie de unidades que convivan de tal o cual modo). Si negamos al Uno, en realidad estamos negando el substrato sobre la que se asienta la Pluralidad –en otras palabras, si en aritmética decimos que no hay unidad, no podrá haber acaso ni dos ni tres ni cuatro ni toda la serie de los números naturales que sólo se pueden construir a partir de la unidad.
Cuando llegamos a este punto la cosa puede parecerle a alguno trágica: está bien que neguemos al Padre-Uno-Tirano… pero ¿negar la díada múltiple y plural?
Cuando negamos la Unidad –sea de la ciudad, de las leyes, de los estados, de la arquitectura o de lo que sea-, pero pretendemos mantener esa pluralidad que sigue regida por la unidad, esto es que se enaltece la diferencia específica entre los individuos, familias, religiones, partidos políticos, naciones o folclores de tradiciones, entonces la negación del Uno no sirve para nada. Es en este ensueño de la negación del Padre en el que vivimos –los que tengamos la desdicha de padecer estos regímenes democráticos-; que negando el totalitarismo se piensa que la pluralidad ingente –producciones industriales de pluralidades: géneros sexuales, modas, consumo, partidos políticos, quehaceres, modas, pasatiempos, corrientes artísticas alternativas, etc.- en algo se está combatiendo al Padre-Uno
(y aunque con justa razón podamos dudar de que algo de eso se esté haciendo en
tanto que lo que siempre opera por debajo de todos es el poderoso caballero Don
Dinero y que no hay corriente artística que valga, ni realidad política que
salte a la palestra, ni moda alguna que se pueda decir que exista en la
pluralidad de las formas si no está por Él Todopoderoso apadrinada),
pero aunque fuese cierto, no tendríamos menos que decir que estas formas unitarias de lo múltiple es exactamente lo mismo: una cierta multiplicidad que está siempre contemplando a Dios… a su propia verdad.
Por ello lo verdaderamente opuesto al Uno no es la pluralidad ni la multiplicidad, ni siquiera el azar o la construcción deliberadamente horrible de nuestras ciudades –por llevarle la contra al buen Descartes. No. Lo único que puede hacer frente a esa mentira del Uno es la negación de que las cosas sean las que son –ya que si fueran tendrían que ser en virtud de algo que es Uno-, y de ahí partir a quién sabe dónde.
Desde hace ya tiempo que no veo en esto ninguna forma de angustia –tal y como alguno pudiera pensar… habrá que profundizar más en desarraigar el principio de no-contradicción-; ni mucho menos creo yo que si se niega tanto al Uno como a la díada (o multiplicidad) nos quedemos con la Nada. Ni mucho menos –digamos, aunque será un tema que tendremos que abordar en otra ocasión, que ‘la nada’ no puede surgir ante la negación auténtica de lo Uno, ya que ‘la Nada’ es una parte fundamental para la existencia misma del ‘ser’ (ya abordaremos estos temas cuando nos acerquemos a Meliso de Samos, un presocrático apasionante)-… sino que lo que nos queda es otra cosa, es la negación misma del ser de la cosa: lo que le permite, naturalmente, que florezca desde su misterio sin tener que mirar a ningún Dios para poder generarse y haberla.
Porque, como dicen los galleguiños: las cosas sin el ser –lo mismo que las brujas y las santas compañas- haberlas hailas. Flores y perros por igual, creciendo a ritmo de quién sabe que misterio –que ni es uno ni es muchos, porque siendo muchos serían unos y siendo uno serían el principio de los muchos-, sino que es algo… algo que bulle ahí y que se alza de hombros y parpadea...
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