Pues sí eso, que las cosas mienten, así de claro. De hecho mienten constantemente.
Y ustedes, con más o menos razón, pueden que
se pregunten: «¿Cómo? Un árbol, cuando está ahí parado, nada más con su sola existencia, sin hablar, sin hacer nada, sin agitarse ni moverse, sin conciencia, sin lenguaje… ¿puede mentirme?» Sí, lo hace… o por lo menos lo intenta, ya otra cosa será que uno esté lo suficientemente alerta o no, para tragarse la mentira –ya que lo más seguro es que el árbol es lo suficientemente inteligente para no tragarse la nuestra (porque naturalmente, al ser nosotros cosas de la realidad no tenemos otro remedio que mentir)… e igual sucede con las mesas, los perros y jamones… todos ellos mienten.
Y a pesar de lo extravagante que pueda parecerles esto, veamos si podemos decirlo de alguna manera que se pueda entender.
Primero hablaremos de los
filósofos o los creadores de opinión –que por una extraña razón han quedado fuera durante todo este tiempo, cuando, al ser ellos mismos los grandes soportadores de la Realidad, tendríamos que ya haber disparado algunas que otras ráfagas más claras anteriormente-, y que van por ahí haciendo las descripciones en sus doctos libros de actualidad y de análisis de sociedades de masa y de consumo, retratando tal o cual pulsión social, denunciando aquella operación bursátil irregular, retratando, en fin, al hombre moderno entre sus miserias…
Y, no sé que les ocurra a ustedes, pero lo que es aquí la duda que constantemente me corroe, es que sentía un no sé qué de rechazo contra las cosas que decían. No sabía en principio por qué, por ejemplo, al leer a
Foucault, a Baudrillard o a
Wittgenstein, a Derrida, a
Deluze e incluso a la gran panoplia de escritores hijos del marxismo… no sé… algo me daba mala espina, algo no acababa de cuadrar en lo que decían –a pesar de que sus análisis eran inexcusables, incluso adecuados-,
(aunque eso sí, después de mi casual encuentro con los estudios de los filósofos
griegos –del que, por una cosa u otra, me resisto a salir- he empezado a
despreciar con toda mi alma a toda esta caterva de creadores de opinión que se
ponen a fabricar Realidad para ir agrandando el Poder de la estructura dominante
por medio de la invención –constante y cada vez más estúpida- de conceptos, de
Ideas, de definiciones… cosa por demás, no sólo imbécil e inútil, sino peligrosa
y hasta malévola… disfrazando de contenidos sutilísimos y complejísimos
conceptos (diferancia, epistéme, plano de consistencia, agenciamiento, etc.) de
significado que oscurecido apenas y dice algo y, estoy seguro, labor contraria a
todo uso del razonamiento común y simple que nos dice que es una estupidez
seguir fabricando conceptos e ideítas para las batallitas intelectuales, cuando
los propios conceptos, aparentemente más simples y límpidos –que los griegos nos
presentan- siguen siendo tan oscuros e impenetrables como mentira)
pero que yo no conseguía del todo asimilar y asentir ante él. Y creo haber descubierto la cuestión: Diciendo al Mundo, diciendo lo adecuado a la cosa del mundo, seguían mintiendo…
Y esto que ocurre con los decires sociales, los discursos sobre lo que pasa entre los hombres, es perfectamente trasladable a lo que pasa con los discursos sobre la naturaleza y las ciencias.
Eso me preocupó: eso significaba que el mundo mismo era un mentiroso. Y cada vez que lo pensaba mejor estaba más claro: las cosas mienten. Basta observar una mesa o una pared, o un pescado o un documental de animales, para darse cuenta que las cosas mienten.
(Naturalmente ustedes dirán: ¿Cómo pueden mentir si no tienen lenguaje? Ya que
quizá la característica primera de un lenguaje es que se pueda mentir con él…
Pero la cuestión es que sí tienen lenguaje, los árboles hablan… y hablan porque
son vistos. –Queda pendiente un artefacto que nos ayude a pensar las relaciones
de al visión con el lenguaje y de lo visto con el que ve, para que veamos de qué
manera ver es un acto lingüístico-),
y en fin, que no hay otra manera de entender que las cosas sean las cosas y aún tengan la capacidad de ser ‘verdaderas’ sino como producto de un gran milagro –esto es, una gran mentira.
Que contando lo adecuado al mundo –es decir, lo que pasa- (ya en un
documental de pececillos, que los vemos unos grandes comerse a los otros chicos o al mono líder que pega y somete a la mona y al resto de monitos)… encima de ello –aunque no se diga de sopetón, sino que sea otra cosa más sutil la que actúa por debajo- se dice: Esto es la Verdad.
Por ello no pocas veces animales han sido tomados como ejemplo del hombre –debido a que el animal, en su aparente mudez, debía tener algo más de cosa (esto es, de Naturaleza)- que los seres humanos que ya tenían cultura, historia y demás. Y no pocos se quedan tranquilos con argumentos del tipo del darwinismo social –que como el monito le pega a la mona y sodomiza al resto de sus congéneres de la manada, no hay más remedio que seguir la Verdad de la cosa que nos la grita- puesto que lo veían en el espejo sabio de las cosas: y someter a las mujeres y hombres…
En efecto: estos verán en la colonización de la hierba mala, la proliferación de plagas, el constante ir y venir de la historia en sus narraciones, el surgimiento y resurgimiento de poderes y líderes y caudillos y sanguinarios y sociedades de consumo y modas y asesinos la flor de lo Verdadero. Y seguramente no pocos, resumirían su argumento en: «Pero si así son las cosas, amigo mío, ¿cómo rebelarse contra la Realidad?»
Porque, hay que contestarle, las cosas también están mintiendo. Así de simple: lo que dicen no es verdad. ¡No hay verdad en nada de lo que dicen! ¡Porque hablan y mucho! (Lo suficiente como para justificar en ellas las atrocidades del Poder, y eso ya es demasiada mentira, creo yo).
Sí,
el mono atiza a la mona, el pez grande se come al chico y los líderes sanguinarios se suceden –y quién sabe si se sucederán- en la Historia constantemente… ¿y acaso ello significa que es Verdad? ¿Qué es lo que nos hace suponer que debajo de la cosa, debajo del mono, debajo del pez, hay una contradicción brutal que parece resolverse, pero que perennemente está siempre en una discordia profunda?
¿No hay una fuerza por debajo de las cosas, no ya que les está dando su ser, sino que las está sometiendo constantemente a través de distintas máquinas (
teckné: arte o técnica), para que justamente parezcan ser las que son?
¿Qué poderosa fuerza, qué violencia, qué mentira tan poderosa tiene que estar convocando constantemente esta mesa sobre la que escribo para no deshacerse bajo el peso de mis libros y mis codos?
(Volveremos otra vez sobre este problema a propósito de los fragmentos de
Heráclito –que ya hemos comentado en otra ocasión y sobre todo las reflexiones
del sofista Antifonte sobre el ser de las cosas y las críticas de Aristóteles al
buen sofista)
La cosa no es la cosa y al decirnos lo contrario miente. Porque se presenta como Una cuando es muchas: se nos da como un mono que atiza a la mona y no como un mono que se atiza a sí mismo para atizar a la mona –y quién sabe cuantos monos tenga dentro de sí que atizándose duro estén imponiendo la Mentira como una Verdad.
Por otro lado hay que hablar propiamente del lenguaje de la cosa. ¿Cómo se puede decir algo ‘adecuado’ a la cosa? ¿Cómo podemos decir algo que sea adecuado a una cosa, sino porque la cosa, en sí misma, antes de poder decirla, es ya pura palabra? ¿Cómo una locución –un enunciado- puede adecuarse a una cosa, a algo que supuestamente es mudo? ¿Cómo, en resumidas cuentas, podemos decir al mundo?
Quizá esa es la raíz de que las cosas mientan: mienten en la medida en que quieren pasar por Verdades del mundo. Por ello las ciencias y la Realidad necesita desesperadamente que las cosas estén mudas –repitiendo constantemente la tautología de ser las que son-, ya que si hablaran, necesariamente tendríamos que preguntarnos: ¿Mienten?
Este sinsentido llega a su límite último cuando decimos algo de ellas –creyendo, naturalmente que son ellas las que hablan, nombrándose a sí mismas- y que encontramos su Verdad. La Verdad –ese enunciado que pretende ser uno que el mundo (y por tanto no hablar, sino simplemente ser espejo dél)- quiere llegar a ser la homonimia del mundo. Que cuando se dice la Verdad sólo se está mostrando al mundo con su mudez más profunda.
La peligrosidad que entraña esto está en la aniquilación de cualquier voz de abajo. Esta en la supresión de lo otro que se esconde debajo de la cosa –que no vamos a caer en la tentación de decir que es más verdadera, pero que por lo menos está ahí y lo atestiguamos mudos de asombro-, y en ello van encaminadas todas las fuerzas del Poder.
Tampoco, ni siquiera, hablaremos por eso que bulle debajo nuestro. No es necesario. No estoy seguro que sea lenguaje –por lo menos no es el mismo lenguaje que utiliza la ciencia-, sino que, si habla no miente tanto… sigue hablando (no es mudez callada, ni sortilegio cerrado), sino índice que muestra lo abierto del mundo: Utiliza palabras tan simples y tan plenas como ‘esto’ / ‘ahí’ / ‘eso’ / ‘ello’; palabras que sólo indican: y aunque no posean significado, algo dicen al corazón, algo que no sé que es, ni pretendo someterlo a las explicaciones de la ciencia, está ahí… (por cierto, no tiene nada que ver con Dios, sino muy posiblemente es lo contrario; ya que, como dicen los Teólogos Dios es Palabra –
lógos-): entre las flores, entre el correr límpido y claro de los arroyos y no es mentira… ¡No es mentira! (Aunque, evidentemente, tampoco sea Verdad).