martes, mayo 26, 2009

Contra las Máquinas


Disculparan los pocos que usan de estos artefactos el hecho de que su publicación esté prácticamente reñida con toda periodicidad. Afortunadamente el buen Juan Charrasquea de la Colina y su Maestro Orejuela, saben hacernos las delicias por mientras.

Ahora bien, hay que hablar contra las máquinas –hablar, que es razonar (¿se va viendo que la única manera de verdaderamente hacer algo contra la Realidad es hablar contra ella? ¡Hablar que es hacer!)

Una de las grandes ventajas de las máquinas –aunque la ciencia ficción nos quiera enseñar lo contrario- es que no se ocupan de sí mismas, no practican aquel viejo predicamento socrático del ocúpate de ti mismo –una versión probablemente helenística de ese otro, más platónico, conócete a ti mismo. Es decir, no procuran autoconservarse. Las máquinas que de verdad son máquinas –y en tanto máquinas- no procuran perpetuarse; y ante ese maravilloso gesto de desprendimiento, no hay contradicción alguna en hacer una máquina contra las máquinas.

Y la cosa tiene su importancia. Como recordarán la vez pasada dije, sin reparar mucho en ello, que la Realidad era la Gran Máquina, o como alguna le llaman (aunque el vocablo me suene demasiado teológico y aún temeroso de creer de que cuando se entablando de él se está hablando de Dios): el Sistema. Y sin duda a alguno, como a mí, le haya asaltado la duda: ¿Cómo? Si la Realidad es una Máquina, al crear más maquinitas –o artefactos- como aquí lo estamos haciendo, ¿no estaremos, por el más sencillo de los silogismos, reforzando la Realidad que pretendemos combatir?

Y ante esa duda, por demás razonable, no nos queda otro remedio que aclarar:
Tiene que haber dos tipos distintos de máquinas (no es afán de taxonomía sino la manera en que se impone la verdad del uso de las máquinas, aunque –si se prefiere- únicamente hay una máquina y el resto que parecen máquinas, no lo son).

Antes de pasar a decir qué tipos de máquinas hay, tenemos que pensar en definir a la propia máquina… y con esto de las definiciones siempre nos hacemos un lío gordo por la simple y terrible razón de que la palabra nunca se deja cerrar del todo.

(De tiempo para acá me he dado cuenta, hablando aquí y allá, que
cuando uno se propone una cosa tan espantosamente imposible como decir ‘el ser’
–eso del ‘ser’, tendremos que hablarlo largo y tendido en otras ocasiones, hoy
pasamos de largo para no perdernos demasiado-, se pueden cometer dos clases de
errores: 1) separar esa cosa de las cosas con las que está en contacto de común
de tal manera que, en un afán de presentarla en estado puro, se acaba dando
cuenta de otra cosa que nada tiene que ver con la que en un principio
pretendíamos definir –errores, los más comunes entre los científicos y que se
potencia más y más con esto de la especialización del conocimiento-; y 2) que se
cree que cuando se habla de una cosa en contacto con las demás se puede llegar a
agotar esas cosas con las que entra en contacto y que a través de una especie de
lista taxonómica de casuística se pueda de verdad llegar a decir la definición
que buscamos. Así preguntando la cosa más simple y sencilla del mundo, p. e. el
clásico ejemplo de ¿Qué es un zapato?, no podemos mas que declararnos
incompetentes para abordar tal definición. Ambas son erróneas por cortas, la
primera quiere encontrar al objeto desnudo, purificado y en sus límites… la
segunda es un poco más sincera, aunque para ser correcta tendría que ser
infinita.

Esto es lo que Heidegger formula de una manera más pedante y
dificultosa de entender diciendo (¿Qué es metafísica?, Ed. Alianza, trad. Cortés
y Leyte, p. 14) «toda pregunta metafísica abarca siempre la totalidad de la
problemática de la metafísica.» Y aunque luego el buen Martinico se decanta por
centrarse en su Dasein, su observación no es menos zagas ni oportuna: toda
pregunta por el ser de una cosa, en realidad, en el fondo, después de ocuparse
de deshacerse de todas las particularidades –que ciertamente no son la que dan
el ‘ser’ a la cosa que es-, uno acaba descubriendo que desde siempre era la
pregunta por el simple y desnudo ‘ser’.


De esta manera se ve que toda definición es falsa y errónea. Porque lo
que hay es
siempre sin fin… y toda
definición es –por definición (porque definir quiere decir separar y la
cosa entre las cosas es de por sí inseparable)- incompleta. Y, por supuesto, consideramos que la pregunta en la que se detuvo Heidegger durante toda su
vida, no estaba, pese a los buenos frutos que dio –que por lo demás,
no fueron producto nunca de su intención-, correctamente formulada: es
decir, que a nosotros no nos ocupa ‘el ser’ de ninguna cosa. Y parece que,
como siempre –como antes hicieron Aristóteles, Descartes y su compañero
Husserl- lo único que hizo fue salvar la metafísica.

Habiendo dicho esto y recalcando que pensar una cosa es pensarla
entre las cosas, lo que la hace de sí inseparable y por tanto
absolutamente infinita –es decir, sin límite alguno-, decimos todo
lo que se dice aquí es de carácter puramente provisional e incompleto).


Digamos pues, que en su acepción más sencilla una máquina es algo que sirve para algo. Y punto.

Esta sencillez, como se ve, sólo puede separarse por una cuestión:
Esta es a quién le sirve.

El primer tipo de máquina le sirve al pueblo, el segundo tipo de máquina sirve a Dios (en ese sentido, es bastante posible que el segundo tipo de máquina, no sea verdaderamente una máquina, pero el tema de la purificación del lenguaje nos puede llegar a grandes equívocos de los que prefiero alejarme y dado que se les llama indistintamente, a unas y a otras, máquinas, no nos queda más remedio que aceptar sin más tal designación).

Ejemplos de las máquinas que sirven al pueblo –esta denominación traerá a colación numerosas apostillas que hemos de posponer para un momento más oportuno- son el fuego, la palabra, el ferrocarril, la memoria, ¿la radio?, etc. Ejemplos de las máquinas que sirven a Dios son el automóvil, la carretera, la televisión, la tarjeta de crédito, los ordenadores, la escritura, etc. Evidentemente esta separación –que es incompleta y falsa, como todas las separaciones- encuentra numerosas excepciones y los usos y quehaceres que se le puede dar a una máquina no siempre están imbuidos en el propio artefacto, y habrá veces (¿quién sabe?) que como producto de industriosos esfuerzos, uno consiga hacer que la escritura, p. e., sirva de verdad para el pueblo… o en otras palabras: en contra de su connatural designio, la escritura combata a Dios.

Pero, ¿de qué manera unas y otras sirven? Es bien sencillo y práctico.

El primer caso es bastante evidente –si comulgáramos con ese deseo de purificar al lenguaje, podríamos decir que cuando una máquina sirve al pueblo es cuando de verdad es una máquina-: cuando una máquina simplifica un trabajo, entonces… tenemos una máquina para el pueblo. (Lo dificultoso es que, evidentemente, estas máquinas, por lo general, siguen gobernadas por la Máquina de máquinas de hoy día que viene a ser Dios –por otro nombre: Dinero- y por tanto es demasiado simplista y torpe decir, por ejemplo, que una tuneladora o un robotito de las minas viene a simplificar y hacer más sencillo el trabajo de los barrenistas y los mineros si tenemos en cuenta que lo que se produce con ellas es siempre más Dinero). Quizá el ejemplo más claro y precioso lo tengamos en esa extrañísima máquina de la palabra. Ese sorprendente tejido de formas gramaticales, palabras sintagmáticas y aún, un denso manto de palabras semánticas que permite, por una extraña y misteriosa operación –que por más explicada que esté por los neurólogos y psicólogos no deja de ser extraña y misteriosa- nos permite ¿comunicarnos? –la palabra no me gusta-. (Aunque es un hecho que el lenguaje, usado de una determinada manera, sirve como una Máquina de Dios, haciendo su realidad, su lenguaje teológico, sus conceptos intocables, etc., lo cierto es que ese uso es bastante restringido en el uso verdadero de la lengua y tiene unos mecanismos bastante concretos que quizá vayamos viendo por acá poco a poco…) El lenguaje es la máquina más importante de todas, la que más nos sirve, la que va descosiendo la realidad a medida en que se va hablando –y quizá a la misma vez la va reformando en una especie de guerra perpetua-, pero que es el mejor medio –gratuito y disponible para cualquiera- para atacarla.

La palabra es el mejor de los artefactos contra Dios y su Realidad... y por ello mismo es la máquina que más sirve al pueblo.

Ahora bien, ¿y el segundo caso? ¿Qué máquinas sirven a Dios? Son las más, eso está claro. Pero antes de dejar claro de qué manera sirven a Dios, hay que decir que sin esa servidumbre de la Máquina, muy probablemente Dios no podría sostenerse. Dios necesita de las máquinas, como de los sacerdotes y de los ángeles… porque Dios no es nada ni hace nada… Deja que todos a su alrededor, desde los automóviles, las catedrales, los museos, los motores de combustión interna, los radio-telescopios y las cuentas bancarias estén demostrando a cada paso su existencia. Sin esa demostración, Dios no podría sostenerse por sí mismo.

Una vez dicho esto… tomamos un motor de combustión interna, un avión, una polea, o lo que sea... y lo ponemos a funcionar. Ante ese funcionamiento caben dos observaciones, 1) que la polea disminuye la fuerza necesaria para mover un peso, es decir que hay una especie de transformación en el quehacer de la cosa más o menos inútil, o 2) que la polea funciona de una determinada manera ante unas condiciones dadas y que, si fuese posible que los materiales no se desgastaran, la máquina podría seguir funcionando infinitamente sin variar uno sólo de sus movimientos. Esta infinitud de las repeticiones es la que esta demostrando su existencia: es decir, que dadas las mismas condiciones infinitamente, la polea se estaría comportando de la misma manera, siempre.

Toda caída de un avión, todo accidente de tráfico, todo fallo mecánico, tiene para Dios una explicación, una causalidad. Esta mentira que los científicos anuncian sin ningún empacho diciendo que no existe nada que sea inexplicable, que los fenómenos desconocidos están siempre por explicarse –como si la explicación no pidiera tantos axiomas misteriosos como los propios misterios teológicos de la encarnación-. Las máquinas funcionan no debido a imperfecciones mecánicas, sino que constitutivamente al funcionamiento se encuentra el fallo. Las ruinas ridículas de la razón no resisten, ni mucho menos, la embestida de un martillo que estalla en mil pedazos cuando se utiliza contra un clavo.

Por ello es que las máquinas, por más uso que le demos, ya sea para guerrear contra la realidad o simplemente utilizarlas para que el día a día se vaya emancipando poco a poco de trabajos engorrosos, lo cierto es que por todo lo alto siempre van pregonando las leyes con las que funcionan, el orden que las mantiene en funcionamiento: la mentira que van exponiendo con su simple desarrollo.



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