viernes, mayo 11, 2012

Excursus: Vida y muerte

Los últimos años del profesor fueron una suerte de bendición. A los 93 años seguía tan lúcido como si tuviera 20. Llegando a ver los albores de este siglo en el que nos acomodamos para esperar a la muerte, el profesor, a pesar de haber pasado más de la mitad de su vida en grandes urbes como Madrid, México D.F., Buenos Aires, etc. nunca dejó de ser un provinciano. Un cordobés amante de la vida sencilla, tranquila y enemigo de los tropeles de masas que de un lado a otro se lanzaban al futuro.


El episodio que narro a continuación ocurrió el mes de Junio del año 2001, algunos meses antes de su muerte y la última vez que pude acompañarle personalmente a tomarse un lágrimas de jabalón y una tapa de paella. No hay cinta ni grabación de ese momento por lo tanto tenemos que fiarnos de la memoria de este que escribe para traerlo aquí y presentarlo a vosotros…

Para entonces el estado de salud ya estaba bastante deteriorado, un cáncer de faringe le hacía muy dificultoso el comer, aunque él nunca se quejaba. Simplemente se declaraba inapetente… Estaba en los huesos, sus movimientos eran tan lentos, tan delicados, que siempre que se movía uno tenía la sensación de que se fuera a romper en el canto de una mesa, en el borde de la silla. Me resultaba inexplicable cómo es que aún tenía fuerzas para ponerse en pie. Sin embargo el brío de su lucidez –a pesar de algunos rumores infundados sobre su supuesta chochez-, era incuestionable.

Salimos de su apartamento, despacio, muy despacio… llevaba ya varias semanas sin salir, sin tocar la calle, sin ver a aquel Madrid que tanto se había pateado de bar en bar, de tahona en aula… y ahí estaba: su Gran vía. Durante un momento se quedó deslumbrado, como un niño que descubre el mundo con sus caravanas, las furgonetas, los albañiles, los inmigrantes, el viento gélido de la colina madrileña, como si el cielo se quisiera llevar aquella ciudad de una vez y para siempre… y él, con su escaso pelo cano, bailando en la solapa de su boina, con unas gafas gruesas y los ojos entrecerrados por el sol de la mañana que se colaba por entre los edificios hasta alumbrar su portal se quedó quieto:

No dijo nada –apenas podía hablar-, sólo él sabe lo que estaba pensando… lo que le estaba cruzando por la cabeza, si acaso un horror de ver aquél Madrid acosado por la marabunta del movimiento industrial, acaso por los rubios turistas que cámara en mano avanzaban como puñados de irrealidad flotando a miles de años luz en sus lenguas bárbaras, o acaso simplemente el dejarse sentir una vez más entre aquél vivo anonimato de la calle y, pensando quizá, que sería la última vez.

Me dio su mano… su tímida mano, avejentada, fría, cansada y nudosa como quien entrega una rienda. Tocarla me estremeció… se aferró a mí y no me soltó desde la calle de los Tudescos hasta San Bernardo: caminamos juntos, como dos amantes, dos amigos, padre e hijo, aunque no sé por qué yo me sentía su padre y él, con la pureza de su asombro al ver las marquesinas, escaparates, automóviles, modas, teléfonos, no podía ser sino un niño… un niño perdido y extraviado entre aquel mundo de altura, hormigón y silencio difuminado por el tráfico de capital disfrazado de automóviles y personas.

Lo curioso, lo verdaderamente extraño que ocurrió fue al llegar al cruce de peatones de San Bernardo. Era en la acera de enfrente en la que estaba ubicado el único bar que más o menos toleraba de la zona, sin televisiones, ni radiolas para disimular el silencio, apenas una pianola destartalada y desafinada que aporreaban de vez en cuando los niños en sus juegos.

Pero esperando a que el semáforo cambiara a verde, el profesor Hipólito hizo algo bastante curioso:

Sin decir palabra, ahí, junto al semáforo y la papelera gris, junto a los miles de madrileños y foráneos que circulaban ya a pie, ya en las bocanas del metro, ya en sus autitos personales, se soltó de mi mano y con una lentitud parsimoniosa, su mano lechada cruzada por venas que parecían flores moteadas por pecas y manchas, me soltó y sosegadamente se introdujo en el bolsillo.

Cuando la sacó tenía en su mano un puñado de sal. Y con el cuidado que ponen los niños en sus juegos abstraídos, fue dibujando un círculo sobre la acera alrededor nuestro. Yo sin atreverme a interrumpirlo, el viento que intentaba desdibujar el polvo sin lograrlo del todo y la concurrencia que de pronto comenzó a darse cuenta de lo que estaba haciendo el prof. Orejuela. Y después de acabar… tomándome de mis brazo y tiró de mí hasta arrodillarme dentro del círculo.

El semáforo se puso en verde en aquél momento y los peatones circularon ante nosotros, mirándonos… Hipólito acercó hasta mí sus labios desdibujados y dijo:

-¿Sabes alguna oración?

No hacía falta responder, estaba temblando… no sé si de frío o de miedo. La multitud se movía como una lenta marabunta, observando aquellos dos hombres que estaban arrodillados dentro de un circulo de sal… y estoy seguro de que Hipólito tenía más miedo de ellos que cualquiera de él.