miércoles, diciembre 08, 2010

La inteligencia



Alguna vez, no recuerdo a santo de qué, habíamos quedado entre estas mismas letras, si alguno hubiera quien las lea, en decir que es eso de inteligencia.

Promesa de sobra pretenciosa y algo bastante pedante de mi parte, que viendola en perspectiva no tenemos más remedio que reconocer que nos será impoible determinarla aquí. Acaso, sea por la mera imposibilidad que decía ese alemancillo vestido de tirolés: eso de que en cualquier pregunta que se esté intentando invocar al SER de cualquier cosa, en realidad la pregunta ya no apunta a la cosa, sino a la propia condición de SER, y ¿qué es ‘ser’? Es la verdadera pregunta que se pregunta cuando se pregunta cualquier estupidez como: ¿Qué es un perro o un zapato?

Bueno, bueno, dejemos estas tonterías filosóficas, quien quiera saber más Cfr. Hediegger, Martín, ¿Qué es metafísica? p. 104 de la edición de Gesamtausgabe de Klostermann.

Pero, como imaginaran, esta imposibilidad de decir el ‘ser’ de la cosa, no debe, ni mucho menos, clausurarnos los labios. ¿Por qué? ¿Acaso no van por ahí diciendo los psicólogos o los pediatras o los científicos de turno lo que es la sacrosanta inteligencia? ¡Naturalmente que hay que intentar indagar en la cosa! A lo cual acaso tengamos que acudir a esa técnica de contra luz que utilizan los magos en sus rutinas de silueta. Sin saber exactamente que ocurre dentro de la sombra, por lo menos contentándonos con siquiera encontrar los límites de la misma: diciendo lo que no es de la cosa, algo habremos hecho de bueno… ¿no es así? Por lo menos para reconocer que lo que se dice de ella positivamente –diciendo el QUE ES, de la cosa- siempre está mintiendo.

No. Inteligencia no es, como dicen algunos darwinistas en sus sueñecitos de entenderla, la capacidad de adaptación al medio. Tampoco es algo que puedan nuestros más juiciosos y minuciosos pedagogos, medir en probeta ni matráz alguno de notas, calificaciones y diplomas. Inteligencia no tiene nada que ver con la escuela, ni con las matemáticas, ni el conocimiento, ni la ciencia. Mucho menos, acaso, con habilidades puramente técnicas como mecanografiar, tocar el piano o hacer dinero.

Y para adentrarnos un poco, para intuir un poco los bordes de la cosa, nos valga acaso esos juegos de etimologías. Porque bien es cierto que INTER-LIGERE significa propiamente ‘ENTRE-LINEAS’ y va a resultar que lo inteligente es justamente aquello que no está en ninguna de las líneas, sino justamente entre ellas.

Pero aunque la metáfora del propio decir acaso se refiera a la línea textual de un libro –cuando acaso en las escuelas medievales se dedicaban a la lectio y no faltaba algún habilidoso que leyendo un texto, sabía leer cosas que no estaban escritas en él-, lo cierto es que podemos salir, cual hombre renacentista, de la cosa puramente textual y ver que el mundo, en su secreto, es siempre un chisporroteo constante de lenguaje:

¡Luego el inteligente será aquél que sepa ver entre las líneas de lo que hay!

Líneas que no son otra cosa que las cosas, así en bruto. (Cómo aquél poema de Machado que comentamos hace ya mucho tiempo). Así pues lo que tenemos ante nosotros no es una propiedad de las cosas: ¿cómo, Por los Santos y Sangrantes Clavos de Cristo de los Gitanos, podrá un hombre ser inteligente, si justamente la inteligencia es la que lo tiene necesariamente que estar sacando de su ser –puesto que él, al ser cosa, no podrá ser sino una de esas LÍNEAS, a la que la inteligencia tiene que esquivar para ponerse en práctica? O lo qué es lo mismo, dicho de manera más simple: que uno, mientras intelige, no puede ser él mismo.

Entendido como persona e individuo.

Todo esto por hacer eco de aquella frase del sabio de Éfeso, Heráclito el oscuro, recogido por la edición de Diels y Kranz en el fr. 108 sacado del Florilegio de Juan Estobeo, que dice: «De todos cuantos he oído razones, ninguno llega a tanto como a reconocer que lo inteligente está separado de todas las cosas.»

Y aunque esta afirmación, soltada así nomas pudiera parecer tan epistemológica que aburre, lo cierto es que no hay nada de lo que aquí se trate que no tenga que ver con esa guerra con la Realidad que nos traemos –que en el fondo no es otra guerra que contra este idiota que la escribe (y que si alguno de los lectores comparte tal idiotez, pues en algún sentido le ayuden los planos y planes de guerrilla que se me ocurren, mejor que mejor).

Pues, claro que por una afirmación relativamente semejante a esta que nos contó el tal Heráclito, se nos transmite también en un fragmentillo del De anima de Aristóteles que ya en su tiempo hizo correr ríos de tinta, cuando no alguna que otra cabecilla de algún franchute averroísta del s. XIII. Me refiero al libro III, capítulo 5. En donde dice, textualmente, según la traducción de Calvo Martínez, T.: «Así pues, existe un intelecto que es capaz de llegar a ser todas las cosas y otro capaz de hacerlas todas; este último es a manera de una disposición habitual como, por ejemplo, la luz: también la luz hace en cierto modo de los colores en potencia colores en acto. Y tal intelecto es separable, sin mezcla e impasible, siendo como es acto por su propia entidad. Y es que siempre es más excelso el agente que el paciente, el principio que la materia.»

(Y sí, este capullete macedonio se atrevía a llamar a Heráclito ‘oscuro’)

En fin, que más o menos, resumiendo, Aristóteles llegó a concebir en su serie de intelectos y tipificaciones del mismo (el inicio mismo de la psicología), un intelecto potencial, una especie de saber que tenía que estar separado del individuo, un saber que no podía ser parte del agente que traía al acto su potencia a través del acto de inteligir. Claro que, sin tomar demasiado en cuenta la terminología peripatética que prácticamente sólo sirve para el propio Aristóteles, la reformulación de semejante decir, generó una de las polémicas más duras del cristianismo contra el averroísmo y cuya nota final nos la transmite Santo Tomás en su De unitate intellectus contra averroistas, en donde la base de la polémica se haya en la posibilidad de que el intelecto esté SEPARADO de los sujetos, de los individuos.

Ya que, claro, ¡nefastas consecuencias se cernerían sobre el cristianismo de ser así! Como igualmente nefastas serían las consecuencias para esta sociedad de masas si alguien, de pronto, contra ese mandato de idiotez ilustrada –el sumergimiento en mí mismo como la suprema autoconciencia de mi ombligo-, si alguien se encargara de recordarles: cuando ustedes piensan de verdad, no pueden ser ustedes mismos.

¡Pero claro! ¿No estamos todos haciendo aquello que nos gusta? ¿No se está jugando constantemente con que es justamente que lo que nos gusta a todos –en particular- es justamente lo que hacen todos en bloque? Ver los mismos programas de zombies, jugar los mismos juegos de guerritas, leer las mismas novelas de vampirucos y policletos suecos, escuchar la misma música de rimpompun pun pun, hasta llevar el amarillo y el negro según la temporada que nos mande la diseñadora o ¿por qué no decirlo? ¿acaso escribir en un blog de estos para dárselas de muy escaqueado del sistema?

No señores, no. Son justamente los individuos los que son tan dóciles, tan miedosos, tan absolutamente inofensivos para cualquier orden. ¿O qué? ¿No os dais cuenta que lo que quería salvar justamente Santo Tomás era esa docilidad del individuo? ¿Qué lo que realmente quería sostener el aquinatense era justamente la posibilidad de que el individuo se salvara: que el intelecto, al estar unido al hombre –a su alma- era justamente aquello que pervivía tras su muerte? ¡Lo mismo ahora, señores, sólo que remozado como un cartucho deportivo!

En fin, en fin… que bueno, basta de tanta moralina, que también cansa. Quedémonos, como tendría que ser siempre, sin ese tremendismo por el que a veces me dejo arrebatar. Y es que nada más hace falta una ligera pérdida de esa sensación, una… una como nublazón de los ojos del amigo o la amiga, para que de pronto, entre ambos, entre tú y yo, ¿quién lo sabe? Se inaugure otra cosa… una cosa que no es ni tuya ni mía. Una cosa que no es cosa porque siempre está entre las cosas. No, yo no soy inteligente. Sólo al perderme yo, acaso brote algo de sensatez de lo que digo… sólo entonces, quizá…

Como dice el maestro en su Sermón del Ser y no Ser:

No me queda más remedio que esperar que en ti se diga, lo que yo no puedo decirte.


domingo, octubre 24, 2010

Cáncer


Es que aunque uno quiera darle la espalda al mundo y sus cotidianeidades más vulgares, la Realidad empeña en mostrárseme ante los ojos. Y es que aunque uno ponga todo su empeño en ello, no puede evitar enterarse que hace unos días, no se cuando exactamente, fue el día mundial contra el cáncer de mama.

Y uno ve a todos los prohombres de noticias y espectáculos trayendo encima el lacito rosa, acaso combinando con su corbata de seda, comprada específicamente para la ocasión. Anuncios de papanicolaos y demás putrefacta profilaxis para que las mujeres y sus hombres tengan una preocupación más encima… otra más.

Y se habla de estadísticas, muertes al año, prevención, cuidado, autoexploración, tetas, mamas, quimios y demás culteranismos médicos para que todos los mortales, una vez más (cual mandato de Epicteto y los estoicos), piensen en su propia muerte.

Ustedes, es posible, que piensen: ¿Y eso que tiene de malo? ¿No es algo bueno invitar a las poblaciones a la autoexploración, al cuidado del cuerpo y a la vigilancia de la salud propia?

De eso de la profilaxis, ya hablaremos en otra ocasión, que ahora más que el hecho de que eso tenga o no tenga una utilidad o acaso un asomo de sensatez; me asombra más el hecho de la universalidad y el común acuerdo en el que se sintonizan los medios para hablarnos de una cosa es específico: ya sea de días del cáncer, o marcha universal contra la homofobia, o el día de la mujer, o las semanas santas del barrio de Tunalguilla, N.L.; etc., etc., etc.

Y es que con el caso del cáncer la cosa se vuelve más sangrante. Y es que, por más que sea una mortandad considerable las vidas que se van esfumando en los brazos de esa peste, no es menos cierto que se convive con pestes aún más horrorosas día con día, de la que no hay cura, ni propaganda alguna que nos ayude a combatirla.

No me refiero a pestes médicas, síndromes o cualquier otra clase de porquerías que se le resbalen de la boca a nuestros galenos. No. Sino a la peste diaria no menos sanguinaria de la productividad, el tráfico, la publicidad, las noticias, el trabajo, el futuro, el Dinero, la esclavitud perpetua de la rutina, el bostezo universal que sume a la ciudad en sí misma: el matrimonio, la pareja, las hipotecas, la puñetera sensación de que el mundo da vueltas para seguir en lo mismo. La peste de los aparatos, de los accidentes automovilísticos, de los fines de semana establecidos para que la semana y el orden permanezcan incólumes: esa peste sangrante que sume a muchos en depresiones, en alcoholismos, en el perpetuo anhelo de que pase algo… que aunque sea, su equipo, gane en la jornada del fin de semana. ¡Aunque fuese sólo eso!

¡Ah, no! Pero esas no son pestes, según los noticiarios. ¿No llevan lacitos para combatir la despiadada productividad que literalmente esclaviza a sus trabajadores? ¿No hay papanicolao que prevenga que cada uno se autolatiguee para la compra y consumo de fiestas, diversión y aparatejos que el Capital nos arroja desde lo alto como golosinas envenenadas, para que, oh, creamos que ha salido un auto, un teléfono, un ordenador verdaderamente nuevo?

No, hermanos, no. Lo nuevo en esta vida se ha acabado. Cualquier aliento de vida y amor, parece que se cercena y cae al suelo despatarrado, muerto ante la idea del futuro, del Dinero, de su utilidad.

¡Ese es el verdadero cáncer!

Ah, maladados, que cuando una persona particular, una mujer particular, una teta en particular viene a tener, desgraciada de sí, una peste de esas de celulillas rebeldes que se niegan a seguir con el trabajo de soportar su función… ¿qué cosa más trágica puede imaginarse uno? ¿Qué esa persona va a morir? ¿Y no estaba ya muerta? ¿No estaba ahí, entre sus cuentas, echando números, sabiendo que está ahí ella, blanca, simple, eterna, e infinita? ¿No es esta vida una pura administración de los cánceres? ¿No es una espera perpetua de la muerte?

Pero de eso se cuidan mucho los medios de hablar. No sea que de verdad las personas de abajo se den cuenta del cambiazo, no vaya a ser que se den cuenta que sus tetas, son el menor de sus males y que hay una peste perpetua insuflando todo quehacer está siempre conviviendo con ellos, padeciendo un mal que se empeñan en venderles como un bien: trabajo, futuro, Dinero. No vaya a ser que las personas se den cuenta que en realidad no necesitaban de eso: que uno se puede meter en las aguas y enguajarse la cara, lavarse el cuerpo de esa peste de profilaxis y de pronto una sombra de vida, sin esperarla, sin suponerla, sin llamarla, acude.


miércoles, octubre 13, 2010

La peste de las letras


¿Han visto qué bien se complementa esto del ‘entretenimiento’ de las letras, con el tufo rancio y aburrido con el que se embadurna toda la pomposa cultura?

No hay, verdaderamente a dónde hacerse en este cruce de de pestes. Y es que la verdad, siendo claros y sinceros, por más que a veces se nos atraviesen por aquí los libros y eso, no podemos menos que admitir que las letras son una peste. ¡Una auténtica peste!

Y es que por un lado tenemos a la producción horrorosa de libracos que no valen ni el papel que se gastó en su manufactura. Y por el otro, los bostezos interminables de los actos oficiales y oficiosos de la pedantería más o menos académica, más o menos bohemia, más o menos de aquello… pero que en última instancia siempre sirve para la glorificación de la peste del libro.

Pero es que cualquiera debería reconocer en sí misma la peste del libro y las letras. Por más que a uno se le escape el tiempo de súbito manoseando un volumen de poesías o filosofía o articulillos o… lo que fuere… lo primero que cualquiera con un mínimo de sentido común tendría que decir es: que pena que estas letras tan deliciosas estén condenadas al papel y no a la lengua viva…

(Mejor no diré nada de las NOVELAS ese género –que algunos erróneamente han llamado afeminado, pero que no es sino todo lo contrario: es el género masculino por excelencia, inventado justamente para mantener a las señoritas ocupadas en historietuchas de amores y aventuras, con tal de que ellas mismas no las vivieran mientras su marido ganaba el pan-; básicamente porque de ellas tendría que hablar largo y tendido, porque es la peor peste que jamás pudo pasarle a la lengua y ya me buscaré el tiempo y el lugar de hablar de ello)

Y claro, por un lado los mandamases de las clases de Lengua que ordenan –como si se pudiera ordenar eso de la apreciación de las cosas buenas y útiles- que se lea el Quijote o a Machado o a Quevedo o a Béquer o… y a saber a santo de qué utilidad prentenden hacer prender del niño el ‘sano’ hábito de la lectura. Y por el otro, las grandes productoras de mamotretos de 700 páginas con la historia del detective John Nofui que está siendo perseguido por su pasado, se lía con su superiora, atrapa al asesino y descubre –todo en 700- el verdadero linaje de Dios es Cristo.

No digo yo, no se me vaya a maliterpretar, que resulte algo alentador ver cómo la juventud pasa idiotizada ante el balón, ante la televisión o el videojuego –o si se quiere, también ante blogs como estos-, pero eso no tiene nada que ver con leer o no leer.

Se puede leer mucho… ¡bastante!... y ser un perfecto idiota.

De hecho, yo diría que una persona culta y preparada tiene más papeletas para ser un completo idiota, que un azipotao que no aparta la vista del televisor. Y la razón es sencilla: un pedante culterano y diletante es prácticamente lo mismo que un idiota. Eso acudiendo a la mera acepción griega de la palabra ‘IDIO-‘ que significa propiamente ‘privado’, ‘individual’, ‘de uno mismo’. De ahí: Idiosincrasia o Idioma.

Un idiota es simplemente el que vive dentro de sí y para sí. Y lo cierto es que los libros fomentan eso bastante. Y la escritura, ni se diga. Bastante idiotas nos vuelven, por cierto. Yo me descubro a cada momento en tales trances y pretendo –conseguirlo o no, no son cosas que a mí me competa evaluar- escapar de ellos. Pero en la medida en que uno se crea por encima de la media del nivel cultural, ya en arte, ya en literatura, ya en cine o moda, la idiotez parece volverse más arraigada y militante.

En fin, no vale la pena profundizar mucho en ello: sino volver, para que no se nos pierda el hilo… de aquello que nos contaba Quevedo de que leer es ‘hablar con los muertos’. Nada más.

Y ese hablar, como todo hablar, es un hacer. Un hacer sobre los que hablan que es el hacer y el deshacer más violento al que se puede aspirar. Un buen libro lo único que puede hacer es herir a quien lo lee, es transformarlo.

No entretenerlo, no rellenar el espacio vacío que tiene entre trabajos, no instruirlo, ni capacitarlo, ni entrenarlo en ninguna habilidad especial… simplemente herirlo. Deshacerlo, mostrarle con la pura lengua que la lengua hace. Que la palabra que, por puro formato de conservación, se nos da en tinta, puede de súbito cobrar vida y como la voz del amado, puede herir, curar y transformar.

Eso es un buen libro que tiene de bueno lo que tiene de vivo, no lo que tiene de libro. Que tiene de bueno su auténtica capacidad que tiene para traer a los muertos aquí para hacerlos hablar y restallar las lenguas ante nosotros: que parpadeamos.

Lo demás, es un festival de estupideces que sólo celebran la muerte, ya sea en el militante aburrimiento de la cultura o el descaramiento de quien únicamente pretende entretener el tiempo vacío entre las muertes sucesivas.

No, señores. La literatura es tan miserable. Mirad que aquel vanguardista escritor no hace sino lo que ya esta hecho desde el Poema 42 de Catulo. Esta hora tan breve en que los hombres y sobre sus papeles –o electrones, si el caso se pone a tiro- dejan sus palabras escritas, es apenas un suspiro, un bostezo si comparamos los años que los hombres –lo que se pueda llamar hombre- ya hablaba por el mundo.

Y antes de los hombres, las maravillas que las cosas se contaban unas a otras.

Aunque bueno, hay que decir y valga ello para nuestro consuelo que todo esto que cuento no quita para que de pronto, como aquel de Trópico de Capricornio de Miller o acaso las Filosofías del Tocador del Marquesillo de Sade, un libro venga como caído de la nada en el momento oportuno para zaherir la normalidad de la Realidad. Eso es todo a lo que, no ya una obra de letras, sino también las palabras que pretenden estar vivas, puede esperar ha hacer. Herir, romper, trocar: para revelar la vida del lenguaje, para descubrir que la lengua –siendo ella misma el Verbo- hiere, cura y transforma. Para que aquél que lee, a través de lo leído, nunca sea ya el mismo.

¡Cuántos libros hay que consigan eso!

Vaya peste de las letras. Mejor hable con su vecino, igual tiene cosas más interesantes que decir.

jueves, octubre 07, 2010

Amor y muerte... otra vez

William Blake, Jerusalem, La emanación del Gigante Albión, plancha 92.

Vuelven a mí, por azares de las lecturas, los tercetos de un soneto de Quevedo de la Musa IV en la edición de Joseph Antonio González de Salas del Parnaso Español. Y que dicen:

Y dije: «Quiera el amor, quiera mi suerte
Que nunca duerma yo, si estoy despierto
Y que si duermo, que jamás despierte.»

Mas desperté del dulce desconcierto,
Y vi que estuve vivo con la muerte,
Y vi que con la vida estaba muerto.

Y volvemos con estos versos a ir repasando quizá una de las divisiones y límites más importantes de todos, los juegos de espejos que se nos abren al querer ver los límites de la vida y de la muerte.

Volver a trazar firme el trazo de lo que es y no es. Y cómo el amor, el simple amor, puede venir a trastocar esos límites, girando una cosa por la otra y otra cosa por la una.

Pero, aunque pueda parecer pleno de sentido a veces, no puedo creer que este simple juego resuelva el acertijo: es decir, que el trocar la una cosa por la otra –la muerte en vida y la vida en muerte- sea toda la respuesta que podamos encontrar.

Es decir, que el dejarse llevar por el amor sea realmente la manera de hacer revivir en las carnes ajenas –carnes vedadas, por supuesto para la vida de uno y que siempre está en esa especie de lugar en donde solo reina lo Otro… (lo Otro con mayúscula como dijo el otro)- que sólo puede ser muerte… Muerte, evidentemente, de esas pretenciones de que la vida sea únicamente lo que cabe dentro de los muros de la piel. Muerte… o como algunos pedantescos le llaman ‘disolución del yo’ que no es otra cosa sino la súbita toma de conciencia de que algo dentro de uno simplemente cae hacia el vacío.

El amor es un buen pedagogo.

No sé porque nos empeñamos en penetrar en su misterio. Reconocer lo que hace el amor en la triste paz de las carnes es ser acaso demasiado necio o demasiado torpe. Sin embargo, aunque nada vaya más allá de una sonrisa, de una caricia, de un beso… que el intercambio de los cuerpos se vea reducida a semejante política que a ojos profanos puede parecer bastante vana, me parece que ahí, se encuentra el misterio de todo.

Y cuando los cuerpos consiguen deshacerse –más por puro aburrimiento de ser ellos mismos que verdaderamente entregarse a eso de Uno que tiene el Otro- de su particularidad –de su vida tan miserablemente similar a cualquiera- a través de una súbita singularización: el nombre del amado que todo lo cubre, el grito de amor invocando ese nombre propio que no significa nada, sino acaso la pura significación, el puro vacío fijo y luminoso.

En ese momento en que el amante desaparece bajo el peso del nombre del amado y ya ni el amado vive… sino solo la imagen de sí mismo proyectándose sobre un espejo, cuyo revés de carne sólo puede ser infiel a la curvatura reflejada.

El espejo se torna en la verdad: la vida se torna en muerte y la muerte en vida. Ninguno de los dos está vivo: los dos acaso mueren, uno bajo el peso del otro, el otro en el filo de su trazo en el reflejo de la imagen de sí mismo.

¡Cómo puede amor y vida estar juntos! ¿Cómo puede amor volver la dicha en carne y la carne en puro olvido?

¿Cómo de verdad el amor puede ser olvido del nombre y no su máxima forma de glorificación? ¿Cómo, en resumen, podemos borrar de la faz del amor esa mancha irreductible de muerte que parece llevar consigo a todas partes?

Quitar por siempre ya de encima esa continuidad, ya del sueño, ya de la vigilia. No tener más miedo a que el tiempo corra… no tener ya miedo a que el nombre se pierda entre la arena. Y si estoy despierto sueño te nombro y si durmiendo me encuentro del revés te llamo real. Del revés real.

Amor, dijo el otro, es de pronto dejar de saber. Dejar de verdad de saber.


lunes, octubre 04, 2010

Señorita de mis amores



¿Te acuerdas, corazón? ¿Te acuerdas?

De esa luz sin luz. De ese mareo al navegar en la noche en aquel laberinto de frío y de concreto: bajo ese perpetúo amarillo como de sol tornaenlutado, cayendo a borbotones por las farolas espaciadas en escasos cuatro metros. Una tras otra, otra tras una, y tú, corazón asombrado de ver los autitos apiñados sofocando toda visión, todo portal, todo arbusto, toda flor.

¿Te acuerdas, verdad? De ver su sonrisa por el retrovisor e ir imaginando en aquél frío las tristes almas de las que tú formabas parte, de la que tú, algún día, te contarían igual que yo, desde un auto en movimiento. ¿Te acuerdas, corazón, que te viste en una de aquellas ventanas y se te heló de terror el espinazo? ¡Y acaso ahí mismo habrías caído muerto si no fuera por esa blanca mano! Esa blanca mano salpicadita de pecas, que no soltaba yo nunca…

Pero ahí que tú y yo íbamos, un poco perdidos como lo estuvimos siempre allá, un poco como ensueños –a veces, porque no decirlos, con tufillos a pesadilla, como un sueño que de pronto se vuelve tan real que me lo creo- y ella se bajó a recogerla. Y nos pidió que nos quedáramos en el coche. Que ya se encargaba ella. Y tú y yo, asustados, entre comedido y aturdido, y… muertos de frío. Desconocedores, como éramos, de ese frío tan horrible que solo curaba el sol de la tarde que flambeaba nuestros cuerpos… pero…
Pero los cuerpos eran lo de menos.

Lo importante es que ella ya volvía.

Y cuando a mí, incauto me sorprendió la mano blanca en el cristal y me dijo: Baja, vamos, que tienes alguien a quién conocer.

Y sin saber muy bien que hacer, salí titubeando ante el helado frío de aquel enero y caminando, guiado por la sonrisa conspiradora de ya sabes quién, riéndose por dentro de tamaña villanía contra este torpe profano que iba ser maravillado por un acto de magia blanca y linda.

Vi, allá a lo lejos, una figurilla, casi un muñeco, detenido de espadas hacia a mí: abrigo azul celeste, la cabeza gacha, escondida entre los hombros, el gorro echado en los cabellos, en silencio cubierto de esplendor amarillo y helado frío…

Ya sabes quién me mira y me dice: Ve, ve… y yo, pensando que tenías vergüenza o qué se yo. ¡Vergüenza! Y apenas voy acercándome, lentamente, con no poco de miedo por verte así vuelta de espaldas… y antes de que pudiera y acercarme del todo, te giraste como el fin de un eclipse con una sonrisa chimuela, una cara toda mofletes, y antes de que yo pudiera decir nada, dijiste:

Mira mi nuevo patinete… y te lanzaste calle abajo con él, y yo me quedé entre encandilado y entorpecido. Y tú calle abajo, manoteando como un muñeco con las pilas mal colocadas, volviendo y girando alrededor que no pude menos que reír.

Ay, mi niña blanca, mi niña rubia. Tan blanca la niña que se me perdía entre los soles de junio. Tan bonita la niña florecida de perlas de lechecilla en la boca que iba dejando por ahí olvidada con el paso de los tiempos.

Con ese especie de empeño proletario por la alegría, era como si todo tu amor lo convirtieras en sonrisa, en juego, en pregunta. Correteo, risotada y ya las últimas con esas manzanotas blancas aporreando lo blanco y lo negro para arrancar al silencio, despertar al vecino de la siesta y de paso sacar ese canturreo que yo te notaba cuando solita te tumbabas de rodillas a pasear a tus monigotillos, un perenne canturreo que iba arrullando toda la habitación.

Abejilla de amor con los soles entretejidos en tus cabellos. Señorita de mi amor, ¿te acuerdas cuando paseábamos, corazón, de su mano y le iba sonsacando sus preguntas? Y le buscabas la duda, se la remirabas en sus ojillos morenos de sonrisa.

Sí, me acuerdo… de algo, no de todo.

¿Y ella?

Quizá, no sé… ¿qué importa? Lo que importa es que se acuerde de ella misma volando en su patinete, calle abajo… con los pelos desvolándose poco a poco, lo importante es que se acuerde de su cuarto, de su ya sabes quién recogiéndola en los brazos, de sus amorcillos desperdigados por los barrios, de las escapadas del cole al campo con un fuet y una barra de pan, de los paseos nocturnos entre higueras y sáuces y olivos, de esos paseos entre las avenidas de Getafe con la tarde persiguiéndonos los talones, el juego de aviones…

Lo importante es que esa abejilla de la alegría siempre se acuerde de que tendrá un huequito reservado allá donde vaya, no importa nada ¿no es así corazón?

¿No es así, corazón?


martes, septiembre 28, 2010

Que hable...

William Blake, plancha 11 de Las puertas del Paraíso, para los Niños


¿Hay alguien ahí? ¿Hay algo ahí al fondo?

Lo había, lo hay. Quizá eso era lo más difícil de todo, ¿verdad? Que a pesar de que la muerte se iba llevando poco a poco –muy despacio- cada uno de los glaucos puntos de sus ojos, no había más remedio que admitir, pese a las muecas y al danzarín andar que te llevaba de la cama al sofá, del sofá al retrete, del retrete al bar, del bar a vagar aturdido por las calles cordobesas… allá, al fondo de aquel cuerpo hecho pedazos por quien sabe qué peste, brillaban sus ojos de potente inteligencia.

Claro que tú, que si tuviste nombre ahora ya no importa, nos sirves, allá a donde estás, para acordarnos que nosotros, los de acá, los que supuestamente vivimos, tampoco deberíamos tener nombres.

Y algunos, los más inocentes o insensibles, querrán consolar a los que te amaron pensando: bueno, sí, así es mejor, era mejor dejar de sufrir.

Y acaso crean que con tu muerte, la vida ya te olvide y te ofrezca perpetuo santuario en la memoria de los que te conocimos. Pero honda tristeza a mí me cabe más al acordarme de cosas que no supe de tu boca, sino de vivos recuerdos pulidos y hermoseados por los ojos de una niña, e ir imaginando que no se sabe ya desde cuando te estabas muriendo.

No, no me refiero a la peste esa que en cosa de una de las décadas humanas te consumió sin más remisión. Sino de otra peste que a saber cuando se nos mete al alma a todos los hombres.

No sé si tengo derecho siquiera a imaginarte las particularidades de tu peste… ¡está tan generalizada! Yo mismo la padezco como cualquiera. Una peste insufrible de nombre, un cáncer horroroso de futuro, un padecimiento tan universal… de hombres y mujeres –y a veces de gatos y perros y cosas y flores, se me antoja también, sin estar demasiado seguro-, que el hecho de utilizar tú ejemplo para recordárnoslo me sabe a villanía.

Nada, nada, guapo, que te he visto en secreto cantar con pandero y sé muy bien que también a ti te encantaba deshacerte de ese nombre. Así fuera con malas artes en una partida de póquer o acaso tirándote de cabeza por paracaídas y caer y caer y caer quién sabe a dónde.

Todos esos nombres que tuviste, deslavados poco a poco de tu cara, a fuerza de pandereta, de chiste, de anécdota; a fuerza de lagrimitas de jubón que llenaban las copas e iban trayéndote una vida tan enorme que no era vida particular, sino vida de de veras; se te fueron cayendo también con la peste. Y ante los asombrados ojos de ya sabes quién, te nos volviste un niño despatarrado en el sofá mirando la televisión, intentando escaparte a la calle, peleando por una copita de güisqui, asaltando el refrigerador cual zafarrancho de combate.

Pero, aunque ya no te aparezcas por aquí, que no te vea yo ni ya sabes quién, ¿qué importa? ¿A caso por es no habrá motivos para que un día, sin saber ni como ni cuando, aparezcas de pronto en el olor esfumado de los algodones de un chándal? ¿No vas a seguir aquí, apretando el corazón a quien tenga la gana suficiente de quedarse un poco con los oído abiertos a la noche y las lágrimas se vayan saliendo, una tras otra, sin cuenta ni traza de los ojillos de ya sabes cuál sin ver tu figura, sino por el puro frágil volver de yo que sé que aromilla de manzanilla, de hierba, de campo, de esparraguillos, de pecas, de…? Y allí entre sus mejillas, te me vuelvas de nuevo, lavado de nombres, lavado de muerte, te vuelvas de nuevo a la vida.

Para que nos recuerdes que ni los de acá vivos somos del todo, ni allende la muerte del todo reina.

Cuídala.


jueves, septiembre 16, 2010

La paz


Ay, que este terruño, tan particular y tan espejo del resto. Y es que uno que vuelve, que ha estado perdido dando tumbos por las ruinas del primer mundo –destino de todos estos paisillos de poca monta, mal montados y mal instalados-, y le vienen con tanto histerismo de contarme que a qué volví que aquí mira, como la canción aquella de …”por los pueblitos del norte, siempre ha corrido la sangre”.

Claro, reconozco que en cosa de tres y cuatro años la cosa sí que ha cambiado bastante. Y ahora, Monterrey, una ciudad horripilante que contaba con el dudoso beneficio de ser segura, ahora también asaltan, matan y roban cochecitos. Y claro: ahí tenemos a un montón de mexicanos bienpensantes y bientrabajantes que reniegan de esta situación, que cómo puede ser, que qué vergüenza, que qué burla al Estado de Derecho y nuestras instituciones de impartición de justicia. Y algunos, acaso sin saber que están pidiendo, piden más policía, más poder para el gobierno, más de esto, más de aquello, con tal de ver cómo se combate a los malitos.

Y, bueno, uno que se ha dedicado a estar fuera y de pronto entra en la gresca, casi como salió: por puro error… se queda preguntando a santo de qué vamos a pedir más ejército, mejores instituciones, más policía. Si es que todos son lo mismo y lo que se está buscando no se consigue con nada de eso.

Uno así de inocentón y con las preguntas importantes que son las que podría formular un niño: me pregunto, ¿y dónde estaban estos malitos hace tres o cuatro años? Allá, cuando supuestamente había PAZ, cuando no había asaltos. La guerra siempre ha estado ahí, queridiños. La separación, más o menos forzada, siempre ha estado aquí, con sus super-barrios con policía escopetado a la entrada, con la división radical entre clases, con el constante ejercicio de ignorancia por parte de la mayoría a todo lo que le rodea. La violencia siempre estuvo ahí: la propia constitución del trabajo, del Estado, de la Paz, sólo se puede lograr a partir de una violencia.

Claro, claro… esa PAZ –supuesta- siempre está necesitando de sus guerritas de las márgenes, como ahora nos toca a nosotros sufrir la nuestra en medio de pacas de cocaína y camionetas de lujo. Pero, antes estaba la de Afganaistán, Irak, Palestina… esas guerras que sólo están ahí para el trampantojo vulgar y simple de recordar a los negritos de Nueva Orleans, a los gitanos expulsados de Francia, o a los campesinos de Atenco, que lo que había en su país, pese a que lo duden, era Paz.

No, caballeros. En un Estado no hay Paz. Como mucho hay una administración de la violencia, pero nunca paz. Por otro lado, no sé a cuento de qué piden unos y otros, el fortalecimiento del Estado para combatir el narco tráfico, si bien se sabe que unos y otros se distinguen apenas en cuestiones puramente accidentales.

Y no me refiero al comprobado hecho de que municipales, federales y ejército tengan nexos con el narcotráfico. Eso es lo de menos. Sino en el hecho de que el Gobierno y el Narco se necesitan desesperadamente el uno al otro como en un matrimonio demencial.

¿O qué? ¿Tendría sentido el valor de cambio que se le da al negocio de las drogas si no tuviera como signo y valor añadido el hecho de que es un negocio por debajo del agua? ¿Y acaso el gobierno tendría excusa alguna para tener su ejército, aceitarlo, empolvarlo y sacarlo a pasear a las calles –donde puedan balear dos o tres coches familiares más-, si no estuviera justificado por la violencia que generan sus peores enemigos?

Cualquier organización de esta calaña lo único que hace es fundar un Estado, un gobierno, por debajo del gobierno: únicamente hace falta ver cómo distribuyen las tareas nuestros emprendedores narcotraficantes y verán que en poco se diferencian de las jerarquías ya de los negocios legales, ya de los mandamases de los gobiernos. Con sus achichincles, con sus jerarquías, sus tareas distribuidas, sus brazos ejecutores y hasta sus paupérrimos órganos de justicia. Los unos son una caricatura de los otros.

Así que… ¿cuál paz? ¿Dónde está esa paz que buscan? ¿Qué es esa Paz que anhelan y contra quién se está levantando esa Paz? Al separar la institución que le toque separar, ¿qué violencia, tan sútil, tan diáfana y cristalina estará ejerciendo?

No hay paz bajo un Estado. Eso hay que tenerlo bien claro: y el primero que ejerce la violencia es el propio Gobierno que, como un pastor chicoteando a sus borregos, se encarga de que ninguno se salga del redil. Que todos tengan su nombre, que todos tengan su identificación, su pasaporte, su servicio militar. Que todo el mundo tenga una manera de ser controlado, identificado… claro, siempre en miras de esa Paz anhelada.


miércoles, septiembre 15, 2010

Bicentenario...


Si esto de ir en contra de las celebraciones patrias no tendría porque darse ni suplicarse, por el hecho de la absoluta ignorancia de los procesos de independencia y revolución.

A quién le iban a contar que la consumación de la Independencia tuvo que ver más bien la caída de Carlos IV, la expulsión de territorio español de los franchutes y de José ‘el enano borrachuzo’ Bonaparte, y la posterior formación de las Cortes Generales allá en la bella y cristalina provincia de Cadiz que promulgaran la Constitución Española de 1812 (aquél día de san José del 19 de marzo, de donde le viene el sobrenombre de ‘Pepa’ y el grito de guerra –que quedó en la lengua popular como símbolo de desmán y fiestuqui pachanguera con tonos rojillos- “¡Qué viva la Pepa!”) y con esta constitucioncilla pues que si separación de poderes, que si monarquía constitucional, que si sufragio universal, que si libertad de prensa e industria, bla bla bla. Y que nuestros amados coloniales, al ver la degradación absoluta en la que progresivamente iba cayendo el viejo continente, pues, “hala, que me independizo, y ahora a esta corte de haraganes explotadores hijos de la gran puta que solía llamarse “La Nueva España” ahora le llamaremos “Estados Unidos Mexicanos, independientes y orgullosos de serlo.”

O que la revolución poco tuvo en realidad que ver con el celebrado Plan de San Luis. Que más bien fue una rebeldía casi esporádica y espontánea, no contra el gobierno de Porfirio Díaz -¿a un chihuahuense qué coño le podría importar quien estuviera gobernando en el castillo de Chapultepec, ni si estaba afrancesado o no?-, sino con la cacería de brujas que Díaz ordenó para colocar a su gente en los respectivos estados y dar así más unidad al país. Los Figueroa en Guerrero –que por cierto, siguen siendo los dueños de aquel estado-, los Creel de Chihuahua –que también por ahí andan-, y que, entrándole a la escabechina, únicamente cuando se pusieron de acuerdo según qué intereses, los bandos se fueron clarificando. Y aún así hay más misterios y traiciones entre esos héroes a quienes pintan juntos, que en un novelón de Catalina Creel.

Tampoco vamos a decir eso de: No tenemos nada que celebrar. Mira las ruinas de nuestro estado. Mira como los malitos van por ahí pegando tiros a tutiplé sin que ninguno de nuestros fortachones policías venga hacer un alto en el desmán. Mira las peliculitas, los muertitos, los cochecitos bomba, la metralla y sangre dejada en las calles. ¿Cómo vamos a tirar los cohetes al aire?

Ni mucho menos por motivos tan puramente pueriles y consabidos a la propio acto de la celebración como que son meros baños de gloria que se dan los gobernantes de turno –nombres no me hagan pronunciar, que si uno que si otro, que si de un color o de otro, en todo yo veo la misma corbata-, ansí que, si el estadista megalómano de turno utiliza una fecha para hacer un despliegue obsceno de jueguitos artificiales, carromatos faraónicos y cheques en blanco para hacer del Zócalo un gigantesco set televisivo en donde el de turno aparezca, con esa pedantería estúpida y pomposa, a celebrarse a sí mismo celebrando.

Que aunque todas estas razones pudieran parecer válidas, lo cierto es que para no celebrar esta clase de acontecimientos, basta con el reconocimiento que nada que venga del Estado puede ser bueno. ¡Mucho menos nada que lo celebre y lo eleve por todo lo alto!

¿Es qué ustedes no sienten un cambiazo que hay ahí? Que nos quieren a una cosa que no tiene nombre, ponerle nombre, apropiársela y celebrarla. Y no me refiero a algo así como un sentimiento patrio, sino a otra cosa. A algo que pueda hacer que bueno, sí, algo de común podría haber en toda esa gente que se reúne en el Zócalo de vez en cuando. Algo de común podría haberlo… pero no sé a cuento de qué llamarlo mexicano. No sé a cuento de qué ponerle nombre… y peor aún ¡celebrarlo! Celebrarlo como se celebran las fiestas una vez cada doscientos años, como quien dice para que no se nos olvide.

Non, señoras ein señoras. El trampantojo que se nos muestra ante los ojos, rodeado de carromatos y disfraces de adelitas es tan simple que espanta: usted no es mexicano. Usted no es nada de eso. Usted tampoco es español si ocupa el caso, o ecuatoriano o colombiano o gringou. Nada, nada, nada. Ni siquiera zamorano o regiomontano o de donde carajos gentilicios se le ocurra. Pero ahora resulta que no sólo estamos constreñidos, mal que nos pese, a la existencia de un Estado –y claro, en mi Pasaporte a rótulo entero dice: NACIONALIDAD MEXICANA- y no tengo más que enseñarlo a las autoridades migratorias con un poco de tristeza, pero siempre intentando recordar que ese que está en el pasaporte no soy yo.

Y que, en fin, aparte de todo este tejemeaneje y recuentos de almas por parte de los Estados –no sólo el mexicano, queridos, no sólo los tercermundistas, sino también y sobre todo los de Primer Mundo: esos estaditos que salen en las noticias y que ustedes los que se sienten mexicanos, ven así como una mezcla de verde envidia y blanco anhelo-, y el peso que uno tiene que aguantar enseñando pasaportes, credenciales, identificaciones en donde lo único que está rezando es el nombre y el nombre de tu estado, al fin… al cabo de aguantar retenes, multas, tráfico, estas ciudades repletas de basura, en estos guetos de ricos güeritos y pobres negritos, este asco que hace que se me de vuelta el estómago cada vez que por error escucho las estupideces que se les resbala de la boca a cada uno de los mandamases y prohombres que dirigen este barco al que me abordaron cual polizón sin saber muy bien si quería o no, impuestos… bla bla bla.

¡Y encima pretenden que celebremos!

Nada, nada, nada.

No celebraré nada. Tampoco pido ningún luto. Si alguno tiene una escapada del trabajo, también dese el lujo, señora, señor, de liberarse –aunque sea durante un rato- de ese trabajo asqueroso de SER mexicano.

Uy, eso sí, para que vea… eso sí se me antoja celebrarlo.


lunes, agosto 30, 2010

Del cielo a la tierra y de vuelta otra vez


La tierra siempre es mujer. Una mujer que tiene que ser conquistada, arrasada, convertida en ciudad y colocarle el nombre -ya Propio, ya del dueño, que en poco se diferencian- y así decir: ¡Ea, estás entrando en La Villa de Nuestra Señora de Monterrey o esta finca es de don Alvargonzález!

La tierra, esa tierra sin nombre, anónima, gratuita, destejida y desencajada de la Realidad, pronto acaba convirtiendose en fraccionamientos, propiedades, en poco más que espacios geométricos trazados a escuadra y cartabón entre los catastros y bibliotecas de los ayuntamientos.

Y, bueno, alguno saldrá con la idea de que es de esa manera en que las organizaciones estatales, las instituciones gubernamentales y económicas no tienen otra manera de organizarse, y ante esa triste imposiblidad ya quedan justificadas todas las maquinaciones de los gobiernos por ponerle nombre y geometrizar al mundo. Sin embargo, si esto fuera una de esas cosas puramente modernas, hechas para y por el estado que hoy padecemos... pero lo cierto es que es una constante esto de intentar que el suelo se vaya pareciendo cada vez más al cielo... o por lo menos al cielo que los antiguos creían vislumbrar en lo amplio y vacío de la noche.

De eso ya hablamos una vez. Pero se me regresó a las mientes cuando leía un auto sacramental de Valdivielso, El Peregrino, en donde un Pregrino que se marcha a Tierra Santa se enfrasca con en un diálogo con la Tierra misma:

Peregrino:
Déxame que busque el cielo,
pues que fuy para él criado.

Tierra:
¿De tu madre es bien te austentes
con deliberación tanta?

Peregrino:
Yr quiero a la Tierra Santa,
que es tierra de los vibientes.
Si en ti no ay cosa segura
ni permanente ciudad,
dime, ¿no es temeridad
que no inquiera la futura?

Tierra:
¿Baste?

Peregrino:
Sí, a buscar mi vida.

Tierra:
Hijo, ¿yo no te la doy?

Peregrino:
Madre, tras la eterna voy,
que es vida en Dios escondida.

Tierra:
De mis brazos te destierra
tan peligrosa jornada.

Peregrino:
Suelta que estás muy pesada.

Tierra:
Téngote amor y soy Tierra.

Peregirno:
A aqueste punto me trae
verte vieja, y es locura
no buscar casa segura
quando la propia se cae.


Mansión eterna buscaba el hombre, ya sea en las esfera inmóvil de las estrellas de la cosmología tolemáica, ya en la creencia de que habría algún lugar en donde el mundo fuera permanente -como la fatídica deducción de Platón-, o simple y sencillamente, el Paraíso de las religiones que entregan la dicha eterna espantándose de la terrena.

Tendría sentido también hablar de aquella misión cuasi-divina del Imperio Romano -y en realidad, todos los imperios que le fueron a la zaga- de civilizar el mundo más allá de las murallas de la ciudad -lease el análisis de la Constitución Romana de Polibio o los aformismos de Marco Aurelio-, en donde todo lo desconocido, todo lo que está entre los pueblos, ciudades y ayuntamientos, no era más que un espacio vacío, hueco e inútil en la perpetua espera de convertirse en su verdadero ser: que era ser ciudad, ser útil, productiva, tener nombre, industria, movimientos de capitales -que en última instancia a esa temeridad se reduce- y así venir a ser parte única e indistitnta de lo mismo.

Esa es la necesidad en la matematización del espacio: el crear una unidad geométrica -la carretera, el bloque, la ciudad, los empleados, lo índices de población- que al distribuirse sobre las tierras, acaben convirtiendo a los lugares en simples repeticiones de lo mismo. En índices de riqueza, en PIB, en futuro, en una unidad de cosa que se resista al paso del tiempo.

No resulta nada sorprendente que la labor del Estado nuevo -tan entremezclado y unificado con el Capital- sea exactamente la misma que con el antiguo gobierno de las Iglesias... y nosotros los parroquianos, supliquemos a las alturas por más productividad para México, por más industria, más empleo, más fuerza en el Estado para que someta la tierra: para que le ponga nombres y números, para que la domestique y le robe lo gratuito, lo dulce, lo fértil, lo anónimo, lo secreto.

Golpes de pecho se dan todos: ¡que el mundo se vaya pareciendo cada vez más a ese Paraíso en donde no ocurre nada! Donde únicamente están las carnes y los números que le acompañan para ir sucediéndose y que el mundo de más vueltas siempre en el mismo lugar.

La tierra es mujer. La luna es mujer. El secreto es mujer. Lo dado sin fin es mujer. El cielo es hombre. Dios es hombre. El sol es hombre. El futuro es hombre. El estado es hombre. Lo infinito es hombre. Y ahí están los cuerpecillos, buscando su hogar entre los sitios numerables de su ciudad.

Quedenos el consuelo de que pese a los golpes de pecho de los creyentes, lo que hay por ahí abajo, en la Tierra... en las mujeres, siempre le va a quedar algún rinconcillo intacto, un lugar a donde no lleguen los nombres... ni sus hombres.


lunes, agosto 23, 2010

Tener futuro

No voy a venir a descubrir la rueda. Tener futuro es una frase que se dice así como quien no quiere la cosa como para ir descartando las cosas. Así hay amores, carreras, estudios, trabajos, quehaceres, negocios y hasta infantes y personas que ‘tienen futuro’.

Y a veces, gracias a quien sabe que hado malcriado, me ocurre eso de quedarme anclado en el asombro de la pura frase –y pareciera que los que nos dedicamos a estudiar estas cosas y ha darles vuelta, parece que somos los más torpes, en vez de los más sabihondos-… «Tener futuro».

Y en ese especie de colguije gramático me quedé: ¿Cómo demonios, si alguien es tan amable de explicármelo, puede una cosa, sea la que sea, tener futuro? ¡Como si el futuro fuera una cosa más entre las cosas que pudiéramos tener! ¿Puede usted tener y retener al futuro? Algo que justamente se caracteriza por su nota principal de no haber pasado, es decir, de no estar en ningún lado, de no haber ocurrido… ¿Cómo entonces, alguien o algo, lo iban a tener?

Sin embargo, más allá de la corrección gramatical o no de la cosa –ya que hace del futuro una cosa que se tiene, naturalmente, en presente-, está claro que la idea va por otros derroteros, y habrá quién juzgue que los errorzuelos de este tipo –que a mí se me antojan de sobra reveladores-, les parezcan meras averiguaciones de ociosos. Pero que el ‘tener futuro’ de las cosas sigue tan claro para ellos como siempre…

Claro. Por ir más a lo seguro, hacia ya lo que tiene que ver con las ciencias y las cosas, podemos, por no perder la costumbre, remitir a Aristóteles en el libro IX de la Metafísica, en donde trata de cuestiones sobre la potencia y el acto, es decir, sobre las cosas que pueden estar de alguna manera latentes en las cosas y que a través del cambio vienen a realizarse. En ese sentido se diría que una semilla, p. e., TIENE la potencia de ser un árbol. Es decir, tiene un futuro. Sin embargo, no sé por qué esta noción de FUTURO que se trae esta formulita no acaba de cuadrarme del todo.

Es muy sencillo: el propio estragirita admite que el tema de la Potencia y el Acto no tiene únicamente que ver con el movimiento, es decir, con el tiempo. El paso de la Potencia al Acto tiene una relación directa con lo que el macedonio llamó ousía o entidad o sustancia… es decir, con la cosa en sí misma, con el sujeto de predicación. Por tanto, no tiene tanto que ver con el tiempo futuro más que de manera material, puesto que lo que está ocurriéndole a la semilla al volverse árbol, no es pasar de lo conocido a lo desconocido –nota primera y necesaria del futuro, ya que si no ha pasado, es imposible que lo conozcamos-, sino pasar de lo conocido de la semilla a otra cosa aún más original y natural en la semilla: su devenir en árbol. Al devenir la semilla en árbol, más que ir hacia un futuro, ha volteado sobre sí misma para recabar su originalidad impresa en su ser desde siempre.

Así las cosas que tienen futuro no van hacia adelante… no hacen nada… porque ese TENER FUTURO, no es otra cosa que el volver sobre sí mismo para cumplir el mandato más caduco, añejo y simplón de ser lo que estaba destinado a ser: los novios que tengan futuro, no son más que marido y mujer en potencia; o un trabajador con perspectivas, ha sido un jefe desde siempre y no lo sabe… el tiempo que pase entre que lo descubre y no lo descubre, puede ser llamado ‘pasado, presente y futuro’, pero sólo se trata de un trance desagradable en el ir de vuelta a lo que ya estaba hecho desde siempre, a lo que ya se sabía desde siempre que tenía que pasar.

Luego, no sólo gramaticalmente la frase es un galimatías, sino semánticamente es un trampantojo. Fundamentalmente por el error básico y bastante conveniente a la Realidad que aquí intentamos combatir, de suponer que sabemos los que es el futuro. Cuando el futuro es justamente lo que no podemos saber. Lo que no está ahí para que lo sepamos. Hacer lo que ya está hecho, ir por donde ya estaba mandad ir, decir lo que ya estaba dicho.

Afortunadamente, nos cabe ese ligero consuelo, por lo general, a muchas de esas cosas que ‘tienen futuro’ les suele ocurrir que, por angas o mangas, durante ese espacio vacío en el que convierten el tiempo en la esperada de esa llegada de sentido original y totalmente pretérito –tan pretérito que se me antoja eterno-, se desvían de su futuro. Se desvían, quien sabe ni cómo ni como no, pero les ocurre que se salen del camino predestinado y puede que ahora sí, como un súbito golpe les dé de lleno un sabor inesperado y dulce que de verdad sepa a tiempo, a tiempo que corre junto a uno… absolutamente imposible de TENER ni retener.




¡Ay, luna, ¿tú no ‘tas cansa’a de girar al mesmo mundo?!
Ay, luna, quédate conmigou y nu te vayas.


viernes, abril 30, 2010

Arte y vacío

(Detalle de la Pared oeste de la Sala del Fondo de la Cueva de Chauvet)


Cuando veo a mi perro, no puedo evitar sentir una cosquillita de envidia. No sé si es adecuada o no, no sé si es correcta o no. Pero le veo ahí, tirado, con sus orejillas miel cayéndole como una cascada hasta extenderse sobre el suelo. A veces extendido para ahuyentar los calores que ya coquetean con la primavera, o en la noche, cuando refresca, echo un ovillo para recojerse la calidez de su cuerpecillo magro y compacto. Y le miro, y le miro como no se cansa de dormir. Debajo de la cama, debajo de mis pies, ante la luz de la ventana o buscándose un trapillo para hacerse una camita con su industria y su afán.

Le envidio porque, después de mucho pensarlo, me he dado cuenta de que no se aburre, de que no se siente vacío. De que el podría seguir tirado ahí horas y horas, días y días, y cuando le mirara, el cruzaría la mirada conmigo y agitando el rabo se montaría en cualquier juego, pero sin esperarlo. No espera nada. Está ahí. Dormido. Y le da igual si juego o no, si de pronto salto y le lanzo una pelota. ¡Y eso que vive, como cualquiera, en uno de los nichos que nos tiene reservado la industria inmobiliaria! Me lo imagino durmiendo a campo traviesa -cuando los campos eran campos, no ahora que hay puro vacío tapizado de carreteras- y no imagino que ningún perro ni animal alguno se aburra, sienta el vacío.

Y luego, hablando con una amiga me preguntaba sobre algo del arte -que aunque no tenía mucho que ver-, después me vinieron a contar que la apreciación del arte era algo así como una de las grandes capacidades de la especie del mico racional a la que supuestamente pertenezco. Y pensé: "Momento, que soy lento... ¿y esta apreciación del arte? ¿Y esta gana de rellenar el mundo con pinturas y poemas, de hacer canciones y adornar las cuevas? ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Tras de qué está corriendo ese mico artístico?"

Y cuando los primeros micos racionales empezaron a manchar las paredes de las grutas de Altamira o de Lascaux... ¿para qué? ¿Qué falta les hacía?

Y sí, al fin y al cabo, me di cuenta. Que el vacío que dentro del cuerpo se siente -chupándolo y relamiendo todo por dentro de uno- lo lleva a intentar buscar a yo que sé qué cosa sagrada entre las pinturas, los pinceles, las sílabas, las letras. Vacío.

Y ahí tenemos que todas las obras de arte están ahí para hablarnos del vacío. Las catedrales, los museos, las exposiciones, las pirámides, las presentaciones de libros, las conferencias de historia, los programas culturales, etc. Todo para el vacío... Y si podemos pensar que habrá algunos vacíos que no tengan más remedio que chisporrotear de los dedos de quienes lo hacen, hay otros vacíos tan fecundos que propagan el sopor y glorifican la nada, como el museo del Prado o la Basílica de San Pedro.

Y lo podemos imaginar... ¿no? El pequeño mico desnudo acercándose a la pared de la cueva, acercándose hasta la piedra y tiznando con la punta de sus dedos, las virutas de una fogata hasta ir pintando sobre la roca viva y anónima un dibujo, para ahuyentar su vacío. Para hacer algo. Para moverse. Para sentir que algo pasaba en su mundo... que algún Dios le escuchaba, que alguien le escuchaba, aunque fuera otro mico racional, que miles de años después, viera esos dibujos y pensara en su vacío.

¡Mirad! ¡Mirad mi vacío! Gritan.

Y el mío, de paso.

Y los perros, si acaso había perros con aquellos micos, seguro estaban ahí, a su lado, riéndose por lo bajini, vueltos pelotilla para aprovechar los calorcillos de su cuerpo ante lo fresco de la cueva, acercándose a las ascuillas parpadeantes de la fogata recién apagada o acaso relamiendo de las estalactitas las gotitas de agua que bajaban heladas y nutritivas... y pensaban: "¿Y este mico racional? ¿Qué hace? ¿Qué busca?" Como seguramente está pensando ahora mi perro, mirándome escribiendo aquí, a ver si alguien -aunque sea yo mismo- me entero de mi aburrimiento, de mi vacío.



Pasaron varios siglos sin que el hombre descubriera
que vivía a su manera el electrón.
Estaba en todas partes y no estaba en ningún sitio
por aquello de la indeterminación.

Vivía para siempre enamorado
de un próximo y pesado nucleón.
Jamás los vieron juntos en la Tierra,
la Luna o el Sol.

Qué triste es ser electrón,
vivir en una nube,
el electrón se aburre por definición.
(x2)

Sentía una atracción irresistible
y el amor era imposible por aquel bello protón.
El Hombre destrozó todo el encanto
con la inversa del cuadrado que se le ocurrió a un señor.

Danzando por un átomo cualquiera,
espera conocer lo que es amor.
Jamás los vieron juntos en la Tierra,
la Luna o el Sol.

Qué triste es ser electrón,
vivir en una nube,
el electrón se aburre por definición.

(La tristeza del electrón, Prin' Lalá)

martes, abril 20, 2010

Notas al margen: La locura de las máquinas

Estaba yo con mi hermano, la otra vez, en una cantinucha de mala muerte, cuando él, de pronto, sin venir a cuento, alzando puchero compungido como mal de amores, vino a quejarse, aterradamente, de mi sobrino de escasos tres años. Y me dijo: «Ay, Daniel, ya no sé que hacer, no sé… pero Fernandito no para de hacer las cosas más extrañas que yo haya visto. Nos tiene a mí y a tu cuñada pendiendo de un hilo, entre médicos, consultas, revistas de pediatría… no sé…»

Y en fin, tuve que sonsacarle la información que entra tanto lamento y autocompasión no se dignaba en soltar. Resultó pues que lo que Fernandito, el pedacito de cielo más gracioso que le ha salido nunca a chocho alguno, se ponía a coger el teléfono cuando no había nadie del otro lado de la línea y se ponía a hablar solo. «¡Pero no sólo habla! ¡No! Discute y todo… se inventa cada cosa, como si del otro lado alguien le estuviera respondiendo… ¡ay! ¡ay! ¡qué miedo! A ver si mi niño va estar medio loco…!» (Naturalmente esto no lo decía él, pero sus ojos y su seriedad me lo chillaban a la cara).

Yo, francamente, me puse triste. No por el hecho de que su padre estuviese tachando de loco a Fernandito, ni mucho menos porque creyera yo que Fernandito ya le iba germinando la semilla de la esquizofrenia… no, era porque me daba cuenta de que Fernandito ya estaba creciendo. Ya se estaba volviendo loquito como sus papás.

«Imbécil», le dije bastante molesto de que me tachara a mi sobrino favorito de loco, «¿no te das cuenta de que lo único que hace ese cielo que tienes por hijo es imitarte a ti, pedazo de baboso? Lo que está haciendo es simplemente aplicar el sentido común a ese aparato monstruoso y enloquecedor que es el teléfono… ¡el único loco eres tú por creer que hablar por teléfono es lo más natural del mundo y no cabe duda que estás enseñando a tu hijo, a que eso es lo natural!»

«¿No te acuerdas cuando nos sentábamos a poner el ATARI? ¿No te acuerdas de que esas máquinas de cachiporra estaban locas? ¡No te acuerdas ya! ¡Te parece de lo más normal y corriente que los ATARI funcionaran a hostias consagradas, a soplidos de cartuchos, a lametones de niños impacientes! ¿Te acuerdas que movíamos el cartucho de un lado al otro, buscando quién sabe qué mágica conexión para que se abriera el mundo virtual ante nuestra pantalla? Con nuestro sentido común, sabíamos que las máquinas pueden estar locas, que de repente les da por hacer lo que les sale de los cojones y uno tiene que apelar más a la religiosidad que a las chuminadas de los informáticos o ingenieros. Pero ahora tú vas de racional, de que todo tiene que tener un por qué, que el pobre Fernandito, está loquito, en ves de verte a ti durante un momento ante un teléfono, con la oreja pegada al vacío, ya ni siquiera sin cable, sin nada, como si esa voz estuviera viniendo de un más allá de quién sabe dónde. No, Fernandito lo que le pasa es que está aprendiendo la locura de las máquinas, no te preocupes… al final acabará como tú, tan cuerdo, tan hundido en esa normalidad de vivir rodeado de artificios extravagantes como si fuese la naturaleza misma.»

domingo, abril 11, 2010

Buenos días, Don Nadie


I'm Nobody! Who are you?
Are you - Nobody - Too'?
Then there's a pair of us?
Don't tell! they'd advertise - you know!

How deary - to be - Somebody!
How public - like a Frog -
To tell one's name - the livelong June -
To an admiring Bog!

(Emily Dickinson, Variorum edition, 288)


¡Soy Nadie! ¿Quién eres tú?
¿Tú eres – Nadie – también?
¿Entonces ya somos dos?
¡Calla! ¡Lo proclamarían – ya sabes!

¡Que aburrido – ser – Alguien!
¡Qué vulgar – como una Rana –
Decir nuestro nombre – todo el largo Junio –
A una Ciénaga que te admire!


¿Cómo se puede ser alguien? No ya sólo en la vida sino en el puro lenguaje que nos enuncia. Si mi boca dice: «Soy alguien», ¿no estará ya ella misma mintiendo? ¿Cómo va a saber la lengua que hay algo detrás que habla?

Y como ya lo dijimos una vez, esto del hacerse persona sólo puede ocurrir en la medida en que uno se contempla a sí mismo. Se logra básicamente con la trampa maledicente que dice que uno es el reflejo del espejo, cuando no puede haber nada más falso. Simple y sencillamente porque la vista no se puede ver a sí misma, tal y como el lenguaje no puede hablar de sí mismo.

Está ahí. Estamos ahí, o por lo menos eso parece. Pero de ahí a ser Alguien –alguien en el sentido de que sea uno, no que sea algo, ya que si es uno, necesariamente tendrá que ser él todo uno, impidiendo que así, dentro de sí se un simple algo-, hay una diferencia considerable.

Luego, ¿qué hay acá abajo? ¿Qué hay del otro lado de la Realidad? (Ese Ojo que esta observándolo todo desde lo Alto y que pretende que todos veamos con su mirada) ¿Qué hay aquí abajo? ¿Qué dice la boca cuando se sincera consigo mismo?

Soy Nadie, o lo que es lo mismo soy cualquiera o más lógicamente, si algo que no es uno. Y si hay algo de amargor en ese descubrimiento, no será nunca, eso lo puedo asegurar, debido a la suplica constante de la Realidad (de Dios) que pretende realizarse con furia entre los mortales, a base de pasaportes, cuentas bancarias, nóminas personales, currículos y números de identificación fiscal.


lunes, abril 05, 2010

San Lamberto. A trabajar.


Ahora que ya pasamos, guarecidos en las sombras, estas tristes fiestas, ya nos toca volver al tajo y a destajo ir dejando las horas en sus nichitos, muertitas y anónimas. Y ya que hablamos, la otra vez, así muy por encima, que ya veo que esto de intentar profundizar es como cavar sin fin una tumba, de la pereza, pues pensé –puesto que la mala costumbre nos impone, que si hablamos contra la pereza, la gente va a creer que aquí estamos A FAVOR del trabajo- y que sería oportuno, hablar, también contra el curro, la chamba, el tajo, el laburo, como dicen los argentinos.

Y no es que yo estuviera por cerca de la cofradía de los labradores zaragozanos, no. Pero me vino a las mientes la historia de San Lamberto, un pobre mártir cristiano que por faltar a su amo, este le mandó decapitar. Y tan bueno y tan santo era el buen Lamberto que dijo, «no os molestéis, caballeros, que ya yo me arreglo el estropicio». Y, levantándose del suelo y recogiendo cual bártulo inútil su cabezica, se fue caminando hacia su tumba. Y acaso bien podría haberse enterrado a sí mismo si pudiera, como cuentan que se llegaron a hacer los ermitaños herejes que se mortificaban con votos de oscuridad y reglas comunes que se cuentan se hicieron en cuevas entre las serranías burgalesas y alavesas.

Y ahora bien, ¿qué tiene qué ver esto con el trabajo?

Es tan simple: ¡Mirad como la nueva iglesia nos pide la misma sumisión para él que San Lamberto tuvo para con su propia muerte!

Aún recuerdo grabado a fuego en mi memoria cuando me contaron que mi abuela, cuando iba, prácticamente echa un palito y desahuciada, al hospital, se negó, rotundamente, a que la dejaran ir sin haber hecho su propia cama. Hacer la cama de nuestro casi lecho de muerte. Creo que esa es la definición perfecta de lo que quiere el buen Dios de nosotros.

Lo curioso es que este santo sea el patrón de los labradores de Zaragoza. Que los labradores, los trabajadores y al fin, todo mortal que se le ha vedado, por el simple hecho de nacer al mundo y al Estado el gran privilegio de los que no-existen, pues siga el ejemplo, en la alabanza del trabajo, ese heroísmo inhumano de San Lamberto.

«¡A la tumba, compañeros! ¡Con brío y con la cabeza alta!» Parecen pedirnos, día con día.

Y en fin, se habla de trabajo alienante, se habla de cifras del paro, desempleo, marginalidad, etc. Pero todo eso sólo es para esconder lo más evidente. Para que nadie lo vea, para que agazapado se esconda ante todos los ojos que la buscan y que día a día se dejan los ojos, las manos, los pensamientos por ahí: ¿qué es lo que esconde todo esto? ¿Qué hay allá detrás de esos numerangos y esas cifras?

Acaso una sonrisa, una sonrisa y un cigarrito, el vuelo de una mariposa que distrae al labrador de su tesón y su futuro. Sí, ¡eso! Eso es lo que desesperadamente están intentando esconder y que nadie se de cuenta: ¡una mariposilla que cruza revoloteando ante nosotros y envidiablemente alza al vuelo a beber de las flores, mientras nosotros, (los animalitos predilectos del creador), de sabañones cubiertos, sin tiempo para la vida, tenemos seguir trabajando y construir en tierra un Paraíso para Él!






Pauvres rois, pharaons! Pauvre Napoléon!
Pauvres grands disparus gisant au Panthéon!
Pauvres cendres de conséquence!
Vous envierez un peu l'éternel estivant,
Qui fait du pédalo sur la vague en rêvant,
Qui passe sa mort en vacances.

(G.B.)

martes, marzo 23, 2010

¡Qué pereza! / ¿Qué es pereza?

(Gustave Courbet, Las mujeres dormidas o La pereza y la lujuría.
Sobra decir que a ninguna de estas dos guapas señoritas nos referimos en el texto de abajo.)

De repente, cuando estaba a punto de dormirme, pensando en las cosas que van y vienen en los problemas de la gente –de gente particular, pero que no viene al caso nombrar aquí, ya que puede ser yo mismo o cualquiera-, pensé: ¡tanto problema, tanto problema! Si en realidad todo le pasa por pereza.

Y de pronto ese palabro: PEREZA, se me empezó a deshacer en los labios. Pereza, pereza, pereza pereza pereza perezaperezaperezapereza. ¿Qué es pereza?

No, no se preocupen: por desconfiar y sospechar de la pereza, su servidor –ni ninguno de los que estemos por aquí abajo tirándole piedras a la Realidad-, les recomendará jamás el esfuerzo y el trabajo. Jamás. Se aclara por si se malentiende, que me consta que es posible.

Pero volviéndonos a lo que nos ocupa, es que no podía dejar de pensar en eso: ¿Qué es la pereza? Y me decía: Pero la pereza era un pecado… ¡y de los capitales! Así que ¿por qué ahora venía yo a sospechar de una cosa que se supone que tenía que ser un atentado mayor a las gracias divinas de Dios? ¿Por qué ahora esta incomodidad mía frente a la pereza? ¡La mía y la de los otros!

Porque yo también soy perezoso. Perezoso como el que más. Cada vez menos, pero pues, sí lo soy y lo era. Recuerdo más niño cuando estaba con mis padres, veía al viejo que se empantingaba su cachucha violeta, sus calcetines a media pantorrilla, sus pantaloncillos cortos que dejaban a la vista sus dos carrizos blancos y delgaditos y se iba a caminar a la montaña. «Vente, D. me decía.» Y yo, con la pereza acogotada en la garganta, y la tristeza de tener que desairarlo, le decía… «Otro día». La verdad es que el viejo me daba tres vueltas con sus ganas de ir para arriba y para abajo. Recuerdo que una vez en que le acompañé, me dejó atrás apenas comenzar y me dijo: «Nos vemos en la meseta.» No le vi el pelo en las tres o cuatro horas que se tarda uno en llegar a la meseta… Solo pensaba: «Me caguen dios, se supone que este sacrificio lo hice para pasar un tiempo con mi padre…»

Soy y sigo siendo un perezoso. Y me molesta ver la pereza en el resto de la gente (y en mí, y en mí), pero… ¿por qué? ¿Qué es esta pereza? ¡No puede ser la misma del pecado capital! No, no puede ser. ¿Cómo va a serla? Si esta yo la veo tan extendida y tan canónica que más bien parece el Santo Credo en todas las bocas. Si ya sabemos por qué nadie lee este blog, ni el de al lado, ni el de más allá, ni todos los que más o menos intentan –por lo menos lo intentamos, joder- decir algo: por pereza. Nadie escribe en condiciones por pereza, nadie lee con cuidado con pereza, nadie piensa, habla y dice todo lo que tiene que decir muchas veces por pereza. Pereza de meterse en barrizales, pereza de todo y por todo.

Así que esta pereza no puede ser pecado. Si entendiéramos que el pecado es lo que molesta a Dios, lo que atenta contra él; esta pereza que traemos encima parece más bien que le ayuda, le viene bien. Le hace estar más cómodo allá arriba, mientras aquí todos bostezamos.

Y es que esta pereza no es pereza. No puede ser simplemente pereza, gana de no hacer nada y dejar que todo se aburra de su propio ser. Lo que aquí pasa, lo que pasa en los momentos en que las personas se sienten atrapadas por su pereza -¿por qué, dígame usted si a veces no se siente ya asqueado de la pura repetición de lo mismo y lo mismo en la comodidad repantingada de su flojera?-, es otra cosa. ¡Tiene que ser otra cosa! A ver, porque no es una pereza que da gusto… como solo pueden dar gusto los pecados. No, no, al contrario. Es una pereza que da agobio, que incluso no le deja a uno hacer pecados… una pereza que con el solo hecho de serla le viene muy pero que muy bien a todas las Santas Gracias que sostienen la Realidad.

Y es que es, justamente, una pereza de hacer algo en contra de la Realidad. Una pereza de agachar la cabeza y dejar que la vida siga corriendo a sus anchas a su perdición en un futuro ya sabido. Es la gana de olvidarse de hacer algo aquí y empeñarlo todo por un futuro, una comodidad, una vida siempre futura. Me sorprendo mucho cuando traigo a la memoria esos miedos que cuando entraban todos mis amigos en sus respectivas licenciaturas y dimplomaturas de podredumbre –y yo naturalmente, me apuntaba a la mía, claro está-, todo el mundo tenía ese miedo en la flor de los labios: ¡trabajo! ¡futuro! ¡mañana! ¡dinero! Y yo, más o menos contaminado por semejante miedo, me comía un poco la cabeza sí, pero a la misma vez decía: ¡bua! ¡Si al final a todos nos dan por el culo! ¿Encima voy a estudiar lo que me manda el futuro?

Y realmente, realmente la vida no es tan mortal como la pintan, ¿no es así? Ya, ya, aquí exageramos a veces un poco los amargores de la Realidad –y quizá hacemos mal, yo no lo niego-, pero realmente la cosa no es tan grave… no es tan grave, quiero decir, cuando se trata de dinero y de pensar las cosas con tranquilidad –aunque me consta que los niños siguen sufriendo e inculcándoles ese miedo vivo y claro para que no se salgan nunca del redil-. Entonces, ¿por qué hacen eso? ¿Por qué todos seguimos tan tranquilos en el lugar que nos corresponde? ¿Por miedo? ¿Por pereza?

¿Y no será que la pereza es miedo? ¿Qué hay algo aquí adentro que teme, sí, teme, que se desgarre ante cualquier posible hacer? ¡Pero digo un hacer que de veras haga algo! No trabajar, ni construirse un futuro, ni hacer una familia, ni pagar el diezmo en la misa, joder. Digo hacer algo que sea hacer algo de veras y no simplemente hacer lo que ya estaba hecho, lo que ya estaba mandado hacer desde siempre. Esa pereza que mantiene todas las cosas en su sitio como una inercia saludable para el sistema. ¡Y qué bien le viene marcar a fuego en el corazón de los hombres al sistema creer que lo único contrario a la pereza es el trabajo!

¿Y no habrá otra cosa? ¿No habrá algo por ahí que no sea ni una cosa ni la otra? Que sea así pura acción… acción más alegre que la pereza y sin esa mortaja de tedio que lleva encima el trabajo.

¡Seguramente algo de eso tenía la otra pereza! (Me refiero a la pereza del pecado capital). ¡Sí! Esa pereza que no agrada a Dios sólo podía ser algo que no estaba hecho, algo que podía hacer que los horarios se incumplieran –aunque claro, hoy todo Cristo respeta su sacrosanto horario, y seguro que hasta algunos apuntan en la agenda una hora para hacer el perro y tirar la hueva.

Pues habrá otra cosa. Habrá otra cosa.