domingo, octubre 24, 2010

Cáncer


Es que aunque uno quiera darle la espalda al mundo y sus cotidianeidades más vulgares, la Realidad empeña en mostrárseme ante los ojos. Y es que aunque uno ponga todo su empeño en ello, no puede evitar enterarse que hace unos días, no se cuando exactamente, fue el día mundial contra el cáncer de mama.

Y uno ve a todos los prohombres de noticias y espectáculos trayendo encima el lacito rosa, acaso combinando con su corbata de seda, comprada específicamente para la ocasión. Anuncios de papanicolaos y demás putrefacta profilaxis para que las mujeres y sus hombres tengan una preocupación más encima… otra más.

Y se habla de estadísticas, muertes al año, prevención, cuidado, autoexploración, tetas, mamas, quimios y demás culteranismos médicos para que todos los mortales, una vez más (cual mandato de Epicteto y los estoicos), piensen en su propia muerte.

Ustedes, es posible, que piensen: ¿Y eso que tiene de malo? ¿No es algo bueno invitar a las poblaciones a la autoexploración, al cuidado del cuerpo y a la vigilancia de la salud propia?

De eso de la profilaxis, ya hablaremos en otra ocasión, que ahora más que el hecho de que eso tenga o no tenga una utilidad o acaso un asomo de sensatez; me asombra más el hecho de la universalidad y el común acuerdo en el que se sintonizan los medios para hablarnos de una cosa es específico: ya sea de días del cáncer, o marcha universal contra la homofobia, o el día de la mujer, o las semanas santas del barrio de Tunalguilla, N.L.; etc., etc., etc.

Y es que con el caso del cáncer la cosa se vuelve más sangrante. Y es que, por más que sea una mortandad considerable las vidas que se van esfumando en los brazos de esa peste, no es menos cierto que se convive con pestes aún más horrorosas día con día, de la que no hay cura, ni propaganda alguna que nos ayude a combatirla.

No me refiero a pestes médicas, síndromes o cualquier otra clase de porquerías que se le resbalen de la boca a nuestros galenos. No. Sino a la peste diaria no menos sanguinaria de la productividad, el tráfico, la publicidad, las noticias, el trabajo, el futuro, el Dinero, la esclavitud perpetua de la rutina, el bostezo universal que sume a la ciudad en sí misma: el matrimonio, la pareja, las hipotecas, la puñetera sensación de que el mundo da vueltas para seguir en lo mismo. La peste de los aparatos, de los accidentes automovilísticos, de los fines de semana establecidos para que la semana y el orden permanezcan incólumes: esa peste sangrante que sume a muchos en depresiones, en alcoholismos, en el perpetuo anhelo de que pase algo… que aunque sea, su equipo, gane en la jornada del fin de semana. ¡Aunque fuese sólo eso!

¡Ah, no! Pero esas no son pestes, según los noticiarios. ¿No llevan lacitos para combatir la despiadada productividad que literalmente esclaviza a sus trabajadores? ¿No hay papanicolao que prevenga que cada uno se autolatiguee para la compra y consumo de fiestas, diversión y aparatejos que el Capital nos arroja desde lo alto como golosinas envenenadas, para que, oh, creamos que ha salido un auto, un teléfono, un ordenador verdaderamente nuevo?

No, hermanos, no. Lo nuevo en esta vida se ha acabado. Cualquier aliento de vida y amor, parece que se cercena y cae al suelo despatarrado, muerto ante la idea del futuro, del Dinero, de su utilidad.

¡Ese es el verdadero cáncer!

Ah, maladados, que cuando una persona particular, una mujer particular, una teta en particular viene a tener, desgraciada de sí, una peste de esas de celulillas rebeldes que se niegan a seguir con el trabajo de soportar su función… ¿qué cosa más trágica puede imaginarse uno? ¿Qué esa persona va a morir? ¿Y no estaba ya muerta? ¿No estaba ahí, entre sus cuentas, echando números, sabiendo que está ahí ella, blanca, simple, eterna, e infinita? ¿No es esta vida una pura administración de los cánceres? ¿No es una espera perpetua de la muerte?

Pero de eso se cuidan mucho los medios de hablar. No sea que de verdad las personas de abajo se den cuenta del cambiazo, no vaya a ser que se den cuenta que sus tetas, son el menor de sus males y que hay una peste perpetua insuflando todo quehacer está siempre conviviendo con ellos, padeciendo un mal que se empeñan en venderles como un bien: trabajo, futuro, Dinero. No vaya a ser que las personas se den cuenta que en realidad no necesitaban de eso: que uno se puede meter en las aguas y enguajarse la cara, lavarse el cuerpo de esa peste de profilaxis y de pronto una sombra de vida, sin esperarla, sin suponerla, sin llamarla, acude.


miércoles, octubre 13, 2010

La peste de las letras


¿Han visto qué bien se complementa esto del ‘entretenimiento’ de las letras, con el tufo rancio y aburrido con el que se embadurna toda la pomposa cultura?

No hay, verdaderamente a dónde hacerse en este cruce de de pestes. Y es que la verdad, siendo claros y sinceros, por más que a veces se nos atraviesen por aquí los libros y eso, no podemos menos que admitir que las letras son una peste. ¡Una auténtica peste!

Y es que por un lado tenemos a la producción horrorosa de libracos que no valen ni el papel que se gastó en su manufactura. Y por el otro, los bostezos interminables de los actos oficiales y oficiosos de la pedantería más o menos académica, más o menos bohemia, más o menos de aquello… pero que en última instancia siempre sirve para la glorificación de la peste del libro.

Pero es que cualquiera debería reconocer en sí misma la peste del libro y las letras. Por más que a uno se le escape el tiempo de súbito manoseando un volumen de poesías o filosofía o articulillos o… lo que fuere… lo primero que cualquiera con un mínimo de sentido común tendría que decir es: que pena que estas letras tan deliciosas estén condenadas al papel y no a la lengua viva…

(Mejor no diré nada de las NOVELAS ese género –que algunos erróneamente han llamado afeminado, pero que no es sino todo lo contrario: es el género masculino por excelencia, inventado justamente para mantener a las señoritas ocupadas en historietuchas de amores y aventuras, con tal de que ellas mismas no las vivieran mientras su marido ganaba el pan-; básicamente porque de ellas tendría que hablar largo y tendido, porque es la peor peste que jamás pudo pasarle a la lengua y ya me buscaré el tiempo y el lugar de hablar de ello)

Y claro, por un lado los mandamases de las clases de Lengua que ordenan –como si se pudiera ordenar eso de la apreciación de las cosas buenas y útiles- que se lea el Quijote o a Machado o a Quevedo o a Béquer o… y a saber a santo de qué utilidad prentenden hacer prender del niño el ‘sano’ hábito de la lectura. Y por el otro, las grandes productoras de mamotretos de 700 páginas con la historia del detective John Nofui que está siendo perseguido por su pasado, se lía con su superiora, atrapa al asesino y descubre –todo en 700- el verdadero linaje de Dios es Cristo.

No digo yo, no se me vaya a maliterpretar, que resulte algo alentador ver cómo la juventud pasa idiotizada ante el balón, ante la televisión o el videojuego –o si se quiere, también ante blogs como estos-, pero eso no tiene nada que ver con leer o no leer.

Se puede leer mucho… ¡bastante!... y ser un perfecto idiota.

De hecho, yo diría que una persona culta y preparada tiene más papeletas para ser un completo idiota, que un azipotao que no aparta la vista del televisor. Y la razón es sencilla: un pedante culterano y diletante es prácticamente lo mismo que un idiota. Eso acudiendo a la mera acepción griega de la palabra ‘IDIO-‘ que significa propiamente ‘privado’, ‘individual’, ‘de uno mismo’. De ahí: Idiosincrasia o Idioma.

Un idiota es simplemente el que vive dentro de sí y para sí. Y lo cierto es que los libros fomentan eso bastante. Y la escritura, ni se diga. Bastante idiotas nos vuelven, por cierto. Yo me descubro a cada momento en tales trances y pretendo –conseguirlo o no, no son cosas que a mí me competa evaluar- escapar de ellos. Pero en la medida en que uno se crea por encima de la media del nivel cultural, ya en arte, ya en literatura, ya en cine o moda, la idiotez parece volverse más arraigada y militante.

En fin, no vale la pena profundizar mucho en ello: sino volver, para que no se nos pierda el hilo… de aquello que nos contaba Quevedo de que leer es ‘hablar con los muertos’. Nada más.

Y ese hablar, como todo hablar, es un hacer. Un hacer sobre los que hablan que es el hacer y el deshacer más violento al que se puede aspirar. Un buen libro lo único que puede hacer es herir a quien lo lee, es transformarlo.

No entretenerlo, no rellenar el espacio vacío que tiene entre trabajos, no instruirlo, ni capacitarlo, ni entrenarlo en ninguna habilidad especial… simplemente herirlo. Deshacerlo, mostrarle con la pura lengua que la lengua hace. Que la palabra que, por puro formato de conservación, se nos da en tinta, puede de súbito cobrar vida y como la voz del amado, puede herir, curar y transformar.

Eso es un buen libro que tiene de bueno lo que tiene de vivo, no lo que tiene de libro. Que tiene de bueno su auténtica capacidad que tiene para traer a los muertos aquí para hacerlos hablar y restallar las lenguas ante nosotros: que parpadeamos.

Lo demás, es un festival de estupideces que sólo celebran la muerte, ya sea en el militante aburrimiento de la cultura o el descaramiento de quien únicamente pretende entretener el tiempo vacío entre las muertes sucesivas.

No, señores. La literatura es tan miserable. Mirad que aquel vanguardista escritor no hace sino lo que ya esta hecho desde el Poema 42 de Catulo. Esta hora tan breve en que los hombres y sobre sus papeles –o electrones, si el caso se pone a tiro- dejan sus palabras escritas, es apenas un suspiro, un bostezo si comparamos los años que los hombres –lo que se pueda llamar hombre- ya hablaba por el mundo.

Y antes de los hombres, las maravillas que las cosas se contaban unas a otras.

Aunque bueno, hay que decir y valga ello para nuestro consuelo que todo esto que cuento no quita para que de pronto, como aquel de Trópico de Capricornio de Miller o acaso las Filosofías del Tocador del Marquesillo de Sade, un libro venga como caído de la nada en el momento oportuno para zaherir la normalidad de la Realidad. Eso es todo a lo que, no ya una obra de letras, sino también las palabras que pretenden estar vivas, puede esperar ha hacer. Herir, romper, trocar: para revelar la vida del lenguaje, para descubrir que la lengua –siendo ella misma el Verbo- hiere, cura y transforma. Para que aquél que lee, a través de lo leído, nunca sea ya el mismo.

¡Cuántos libros hay que consigan eso!

Vaya peste de las letras. Mejor hable con su vecino, igual tiene cosas más interesantes que decir.

jueves, octubre 07, 2010

Amor y muerte... otra vez

William Blake, Jerusalem, La emanación del Gigante Albión, plancha 92.

Vuelven a mí, por azares de las lecturas, los tercetos de un soneto de Quevedo de la Musa IV en la edición de Joseph Antonio González de Salas del Parnaso Español. Y que dicen:

Y dije: «Quiera el amor, quiera mi suerte
Que nunca duerma yo, si estoy despierto
Y que si duermo, que jamás despierte.»

Mas desperté del dulce desconcierto,
Y vi que estuve vivo con la muerte,
Y vi que con la vida estaba muerto.

Y volvemos con estos versos a ir repasando quizá una de las divisiones y límites más importantes de todos, los juegos de espejos que se nos abren al querer ver los límites de la vida y de la muerte.

Volver a trazar firme el trazo de lo que es y no es. Y cómo el amor, el simple amor, puede venir a trastocar esos límites, girando una cosa por la otra y otra cosa por la una.

Pero, aunque pueda parecer pleno de sentido a veces, no puedo creer que este simple juego resuelva el acertijo: es decir, que el trocar la una cosa por la otra –la muerte en vida y la vida en muerte- sea toda la respuesta que podamos encontrar.

Es decir, que el dejarse llevar por el amor sea realmente la manera de hacer revivir en las carnes ajenas –carnes vedadas, por supuesto para la vida de uno y que siempre está en esa especie de lugar en donde solo reina lo Otro… (lo Otro con mayúscula como dijo el otro)- que sólo puede ser muerte… Muerte, evidentemente, de esas pretenciones de que la vida sea únicamente lo que cabe dentro de los muros de la piel. Muerte… o como algunos pedantescos le llaman ‘disolución del yo’ que no es otra cosa sino la súbita toma de conciencia de que algo dentro de uno simplemente cae hacia el vacío.

El amor es un buen pedagogo.

No sé porque nos empeñamos en penetrar en su misterio. Reconocer lo que hace el amor en la triste paz de las carnes es ser acaso demasiado necio o demasiado torpe. Sin embargo, aunque nada vaya más allá de una sonrisa, de una caricia, de un beso… que el intercambio de los cuerpos se vea reducida a semejante política que a ojos profanos puede parecer bastante vana, me parece que ahí, se encuentra el misterio de todo.

Y cuando los cuerpos consiguen deshacerse –más por puro aburrimiento de ser ellos mismos que verdaderamente entregarse a eso de Uno que tiene el Otro- de su particularidad –de su vida tan miserablemente similar a cualquiera- a través de una súbita singularización: el nombre del amado que todo lo cubre, el grito de amor invocando ese nombre propio que no significa nada, sino acaso la pura significación, el puro vacío fijo y luminoso.

En ese momento en que el amante desaparece bajo el peso del nombre del amado y ya ni el amado vive… sino solo la imagen de sí mismo proyectándose sobre un espejo, cuyo revés de carne sólo puede ser infiel a la curvatura reflejada.

El espejo se torna en la verdad: la vida se torna en muerte y la muerte en vida. Ninguno de los dos está vivo: los dos acaso mueren, uno bajo el peso del otro, el otro en el filo de su trazo en el reflejo de la imagen de sí mismo.

¡Cómo puede amor y vida estar juntos! ¿Cómo puede amor volver la dicha en carne y la carne en puro olvido?

¿Cómo de verdad el amor puede ser olvido del nombre y no su máxima forma de glorificación? ¿Cómo, en resumen, podemos borrar de la faz del amor esa mancha irreductible de muerte que parece llevar consigo a todas partes?

Quitar por siempre ya de encima esa continuidad, ya del sueño, ya de la vigilia. No tener más miedo a que el tiempo corra… no tener ya miedo a que el nombre se pierda entre la arena. Y si estoy despierto sueño te nombro y si durmiendo me encuentro del revés te llamo real. Del revés real.

Amor, dijo el otro, es de pronto dejar de saber. Dejar de verdad de saber.


lunes, octubre 04, 2010

Señorita de mis amores



¿Te acuerdas, corazón? ¿Te acuerdas?

De esa luz sin luz. De ese mareo al navegar en la noche en aquel laberinto de frío y de concreto: bajo ese perpetúo amarillo como de sol tornaenlutado, cayendo a borbotones por las farolas espaciadas en escasos cuatro metros. Una tras otra, otra tras una, y tú, corazón asombrado de ver los autitos apiñados sofocando toda visión, todo portal, todo arbusto, toda flor.

¿Te acuerdas, verdad? De ver su sonrisa por el retrovisor e ir imaginando en aquél frío las tristes almas de las que tú formabas parte, de la que tú, algún día, te contarían igual que yo, desde un auto en movimiento. ¿Te acuerdas, corazón, que te viste en una de aquellas ventanas y se te heló de terror el espinazo? ¡Y acaso ahí mismo habrías caído muerto si no fuera por esa blanca mano! Esa blanca mano salpicadita de pecas, que no soltaba yo nunca…

Pero ahí que tú y yo íbamos, un poco perdidos como lo estuvimos siempre allá, un poco como ensueños –a veces, porque no decirlos, con tufillos a pesadilla, como un sueño que de pronto se vuelve tan real que me lo creo- y ella se bajó a recogerla. Y nos pidió que nos quedáramos en el coche. Que ya se encargaba ella. Y tú y yo, asustados, entre comedido y aturdido, y… muertos de frío. Desconocedores, como éramos, de ese frío tan horrible que solo curaba el sol de la tarde que flambeaba nuestros cuerpos… pero…
Pero los cuerpos eran lo de menos.

Lo importante es que ella ya volvía.

Y cuando a mí, incauto me sorprendió la mano blanca en el cristal y me dijo: Baja, vamos, que tienes alguien a quién conocer.

Y sin saber muy bien que hacer, salí titubeando ante el helado frío de aquel enero y caminando, guiado por la sonrisa conspiradora de ya sabes quién, riéndose por dentro de tamaña villanía contra este torpe profano que iba ser maravillado por un acto de magia blanca y linda.

Vi, allá a lo lejos, una figurilla, casi un muñeco, detenido de espadas hacia a mí: abrigo azul celeste, la cabeza gacha, escondida entre los hombros, el gorro echado en los cabellos, en silencio cubierto de esplendor amarillo y helado frío…

Ya sabes quién me mira y me dice: Ve, ve… y yo, pensando que tenías vergüenza o qué se yo. ¡Vergüenza! Y apenas voy acercándome, lentamente, con no poco de miedo por verte así vuelta de espaldas… y antes de que pudiera y acercarme del todo, te giraste como el fin de un eclipse con una sonrisa chimuela, una cara toda mofletes, y antes de que yo pudiera decir nada, dijiste:

Mira mi nuevo patinete… y te lanzaste calle abajo con él, y yo me quedé entre encandilado y entorpecido. Y tú calle abajo, manoteando como un muñeco con las pilas mal colocadas, volviendo y girando alrededor que no pude menos que reír.

Ay, mi niña blanca, mi niña rubia. Tan blanca la niña que se me perdía entre los soles de junio. Tan bonita la niña florecida de perlas de lechecilla en la boca que iba dejando por ahí olvidada con el paso de los tiempos.

Con ese especie de empeño proletario por la alegría, era como si todo tu amor lo convirtieras en sonrisa, en juego, en pregunta. Correteo, risotada y ya las últimas con esas manzanotas blancas aporreando lo blanco y lo negro para arrancar al silencio, despertar al vecino de la siesta y de paso sacar ese canturreo que yo te notaba cuando solita te tumbabas de rodillas a pasear a tus monigotillos, un perenne canturreo que iba arrullando toda la habitación.

Abejilla de amor con los soles entretejidos en tus cabellos. Señorita de mi amor, ¿te acuerdas cuando paseábamos, corazón, de su mano y le iba sonsacando sus preguntas? Y le buscabas la duda, se la remirabas en sus ojillos morenos de sonrisa.

Sí, me acuerdo… de algo, no de todo.

¿Y ella?

Quizá, no sé… ¿qué importa? Lo que importa es que se acuerde de ella misma volando en su patinete, calle abajo… con los pelos desvolándose poco a poco, lo importante es que se acuerde de su cuarto, de su ya sabes quién recogiéndola en los brazos, de sus amorcillos desperdigados por los barrios, de las escapadas del cole al campo con un fuet y una barra de pan, de los paseos nocturnos entre higueras y sáuces y olivos, de esos paseos entre las avenidas de Getafe con la tarde persiguiéndonos los talones, el juego de aviones…

Lo importante es que esa abejilla de la alegría siempre se acuerde de que tendrá un huequito reservado allá donde vaya, no importa nada ¿no es así corazón?

¿No es así, corazón?