martes, septiembre 28, 2010

Que hable...

William Blake, plancha 11 de Las puertas del Paraíso, para los Niños


¿Hay alguien ahí? ¿Hay algo ahí al fondo?

Lo había, lo hay. Quizá eso era lo más difícil de todo, ¿verdad? Que a pesar de que la muerte se iba llevando poco a poco –muy despacio- cada uno de los glaucos puntos de sus ojos, no había más remedio que admitir, pese a las muecas y al danzarín andar que te llevaba de la cama al sofá, del sofá al retrete, del retrete al bar, del bar a vagar aturdido por las calles cordobesas… allá, al fondo de aquel cuerpo hecho pedazos por quien sabe qué peste, brillaban sus ojos de potente inteligencia.

Claro que tú, que si tuviste nombre ahora ya no importa, nos sirves, allá a donde estás, para acordarnos que nosotros, los de acá, los que supuestamente vivimos, tampoco deberíamos tener nombres.

Y algunos, los más inocentes o insensibles, querrán consolar a los que te amaron pensando: bueno, sí, así es mejor, era mejor dejar de sufrir.

Y acaso crean que con tu muerte, la vida ya te olvide y te ofrezca perpetuo santuario en la memoria de los que te conocimos. Pero honda tristeza a mí me cabe más al acordarme de cosas que no supe de tu boca, sino de vivos recuerdos pulidos y hermoseados por los ojos de una niña, e ir imaginando que no se sabe ya desde cuando te estabas muriendo.

No, no me refiero a la peste esa que en cosa de una de las décadas humanas te consumió sin más remisión. Sino de otra peste que a saber cuando se nos mete al alma a todos los hombres.

No sé si tengo derecho siquiera a imaginarte las particularidades de tu peste… ¡está tan generalizada! Yo mismo la padezco como cualquiera. Una peste insufrible de nombre, un cáncer horroroso de futuro, un padecimiento tan universal… de hombres y mujeres –y a veces de gatos y perros y cosas y flores, se me antoja también, sin estar demasiado seguro-, que el hecho de utilizar tú ejemplo para recordárnoslo me sabe a villanía.

Nada, nada, guapo, que te he visto en secreto cantar con pandero y sé muy bien que también a ti te encantaba deshacerte de ese nombre. Así fuera con malas artes en una partida de póquer o acaso tirándote de cabeza por paracaídas y caer y caer y caer quién sabe a dónde.

Todos esos nombres que tuviste, deslavados poco a poco de tu cara, a fuerza de pandereta, de chiste, de anécdota; a fuerza de lagrimitas de jubón que llenaban las copas e iban trayéndote una vida tan enorme que no era vida particular, sino vida de de veras; se te fueron cayendo también con la peste. Y ante los asombrados ojos de ya sabes quién, te nos volviste un niño despatarrado en el sofá mirando la televisión, intentando escaparte a la calle, peleando por una copita de güisqui, asaltando el refrigerador cual zafarrancho de combate.

Pero, aunque ya no te aparezcas por aquí, que no te vea yo ni ya sabes quién, ¿qué importa? ¿A caso por es no habrá motivos para que un día, sin saber ni como ni cuando, aparezcas de pronto en el olor esfumado de los algodones de un chándal? ¿No vas a seguir aquí, apretando el corazón a quien tenga la gana suficiente de quedarse un poco con los oído abiertos a la noche y las lágrimas se vayan saliendo, una tras otra, sin cuenta ni traza de los ojillos de ya sabes cuál sin ver tu figura, sino por el puro frágil volver de yo que sé que aromilla de manzanilla, de hierba, de campo, de esparraguillos, de pecas, de…? Y allí entre sus mejillas, te me vuelvas de nuevo, lavado de nombres, lavado de muerte, te vuelvas de nuevo a la vida.

Para que nos recuerdes que ni los de acá vivos somos del todo, ni allende la muerte del todo reina.

Cuídala.


jueves, septiembre 16, 2010

La paz


Ay, que este terruño, tan particular y tan espejo del resto. Y es que uno que vuelve, que ha estado perdido dando tumbos por las ruinas del primer mundo –destino de todos estos paisillos de poca monta, mal montados y mal instalados-, y le vienen con tanto histerismo de contarme que a qué volví que aquí mira, como la canción aquella de …”por los pueblitos del norte, siempre ha corrido la sangre”.

Claro, reconozco que en cosa de tres y cuatro años la cosa sí que ha cambiado bastante. Y ahora, Monterrey, una ciudad horripilante que contaba con el dudoso beneficio de ser segura, ahora también asaltan, matan y roban cochecitos. Y claro: ahí tenemos a un montón de mexicanos bienpensantes y bientrabajantes que reniegan de esta situación, que cómo puede ser, que qué vergüenza, que qué burla al Estado de Derecho y nuestras instituciones de impartición de justicia. Y algunos, acaso sin saber que están pidiendo, piden más policía, más poder para el gobierno, más de esto, más de aquello, con tal de ver cómo se combate a los malitos.

Y, bueno, uno que se ha dedicado a estar fuera y de pronto entra en la gresca, casi como salió: por puro error… se queda preguntando a santo de qué vamos a pedir más ejército, mejores instituciones, más policía. Si es que todos son lo mismo y lo que se está buscando no se consigue con nada de eso.

Uno así de inocentón y con las preguntas importantes que son las que podría formular un niño: me pregunto, ¿y dónde estaban estos malitos hace tres o cuatro años? Allá, cuando supuestamente había PAZ, cuando no había asaltos. La guerra siempre ha estado ahí, queridiños. La separación, más o menos forzada, siempre ha estado aquí, con sus super-barrios con policía escopetado a la entrada, con la división radical entre clases, con el constante ejercicio de ignorancia por parte de la mayoría a todo lo que le rodea. La violencia siempre estuvo ahí: la propia constitución del trabajo, del Estado, de la Paz, sólo se puede lograr a partir de una violencia.

Claro, claro… esa PAZ –supuesta- siempre está necesitando de sus guerritas de las márgenes, como ahora nos toca a nosotros sufrir la nuestra en medio de pacas de cocaína y camionetas de lujo. Pero, antes estaba la de Afganaistán, Irak, Palestina… esas guerras que sólo están ahí para el trampantojo vulgar y simple de recordar a los negritos de Nueva Orleans, a los gitanos expulsados de Francia, o a los campesinos de Atenco, que lo que había en su país, pese a que lo duden, era Paz.

No, caballeros. En un Estado no hay Paz. Como mucho hay una administración de la violencia, pero nunca paz. Por otro lado, no sé a cuento de qué piden unos y otros, el fortalecimiento del Estado para combatir el narco tráfico, si bien se sabe que unos y otros se distinguen apenas en cuestiones puramente accidentales.

Y no me refiero al comprobado hecho de que municipales, federales y ejército tengan nexos con el narcotráfico. Eso es lo de menos. Sino en el hecho de que el Gobierno y el Narco se necesitan desesperadamente el uno al otro como en un matrimonio demencial.

¿O qué? ¿Tendría sentido el valor de cambio que se le da al negocio de las drogas si no tuviera como signo y valor añadido el hecho de que es un negocio por debajo del agua? ¿Y acaso el gobierno tendría excusa alguna para tener su ejército, aceitarlo, empolvarlo y sacarlo a pasear a las calles –donde puedan balear dos o tres coches familiares más-, si no estuviera justificado por la violencia que generan sus peores enemigos?

Cualquier organización de esta calaña lo único que hace es fundar un Estado, un gobierno, por debajo del gobierno: únicamente hace falta ver cómo distribuyen las tareas nuestros emprendedores narcotraficantes y verán que en poco se diferencian de las jerarquías ya de los negocios legales, ya de los mandamases de los gobiernos. Con sus achichincles, con sus jerarquías, sus tareas distribuidas, sus brazos ejecutores y hasta sus paupérrimos órganos de justicia. Los unos son una caricatura de los otros.

Así que… ¿cuál paz? ¿Dónde está esa paz que buscan? ¿Qué es esa Paz que anhelan y contra quién se está levantando esa Paz? Al separar la institución que le toque separar, ¿qué violencia, tan sútil, tan diáfana y cristalina estará ejerciendo?

No hay paz bajo un Estado. Eso hay que tenerlo bien claro: y el primero que ejerce la violencia es el propio Gobierno que, como un pastor chicoteando a sus borregos, se encarga de que ninguno se salga del redil. Que todos tengan su nombre, que todos tengan su identificación, su pasaporte, su servicio militar. Que todo el mundo tenga una manera de ser controlado, identificado… claro, siempre en miras de esa Paz anhelada.


miércoles, septiembre 15, 2010

Bicentenario...


Si esto de ir en contra de las celebraciones patrias no tendría porque darse ni suplicarse, por el hecho de la absoluta ignorancia de los procesos de independencia y revolución.

A quién le iban a contar que la consumación de la Independencia tuvo que ver más bien la caída de Carlos IV, la expulsión de territorio español de los franchutes y de José ‘el enano borrachuzo’ Bonaparte, y la posterior formación de las Cortes Generales allá en la bella y cristalina provincia de Cadiz que promulgaran la Constitución Española de 1812 (aquél día de san José del 19 de marzo, de donde le viene el sobrenombre de ‘Pepa’ y el grito de guerra –que quedó en la lengua popular como símbolo de desmán y fiestuqui pachanguera con tonos rojillos- “¡Qué viva la Pepa!”) y con esta constitucioncilla pues que si separación de poderes, que si monarquía constitucional, que si sufragio universal, que si libertad de prensa e industria, bla bla bla. Y que nuestros amados coloniales, al ver la degradación absoluta en la que progresivamente iba cayendo el viejo continente, pues, “hala, que me independizo, y ahora a esta corte de haraganes explotadores hijos de la gran puta que solía llamarse “La Nueva España” ahora le llamaremos “Estados Unidos Mexicanos, independientes y orgullosos de serlo.”

O que la revolución poco tuvo en realidad que ver con el celebrado Plan de San Luis. Que más bien fue una rebeldía casi esporádica y espontánea, no contra el gobierno de Porfirio Díaz -¿a un chihuahuense qué coño le podría importar quien estuviera gobernando en el castillo de Chapultepec, ni si estaba afrancesado o no?-, sino con la cacería de brujas que Díaz ordenó para colocar a su gente en los respectivos estados y dar así más unidad al país. Los Figueroa en Guerrero –que por cierto, siguen siendo los dueños de aquel estado-, los Creel de Chihuahua –que también por ahí andan-, y que, entrándole a la escabechina, únicamente cuando se pusieron de acuerdo según qué intereses, los bandos se fueron clarificando. Y aún así hay más misterios y traiciones entre esos héroes a quienes pintan juntos, que en un novelón de Catalina Creel.

Tampoco vamos a decir eso de: No tenemos nada que celebrar. Mira las ruinas de nuestro estado. Mira como los malitos van por ahí pegando tiros a tutiplé sin que ninguno de nuestros fortachones policías venga hacer un alto en el desmán. Mira las peliculitas, los muertitos, los cochecitos bomba, la metralla y sangre dejada en las calles. ¿Cómo vamos a tirar los cohetes al aire?

Ni mucho menos por motivos tan puramente pueriles y consabidos a la propio acto de la celebración como que son meros baños de gloria que se dan los gobernantes de turno –nombres no me hagan pronunciar, que si uno que si otro, que si de un color o de otro, en todo yo veo la misma corbata-, ansí que, si el estadista megalómano de turno utiliza una fecha para hacer un despliegue obsceno de jueguitos artificiales, carromatos faraónicos y cheques en blanco para hacer del Zócalo un gigantesco set televisivo en donde el de turno aparezca, con esa pedantería estúpida y pomposa, a celebrarse a sí mismo celebrando.

Que aunque todas estas razones pudieran parecer válidas, lo cierto es que para no celebrar esta clase de acontecimientos, basta con el reconocimiento que nada que venga del Estado puede ser bueno. ¡Mucho menos nada que lo celebre y lo eleve por todo lo alto!

¿Es qué ustedes no sienten un cambiazo que hay ahí? Que nos quieren a una cosa que no tiene nombre, ponerle nombre, apropiársela y celebrarla. Y no me refiero a algo así como un sentimiento patrio, sino a otra cosa. A algo que pueda hacer que bueno, sí, algo de común podría haber en toda esa gente que se reúne en el Zócalo de vez en cuando. Algo de común podría haberlo… pero no sé a cuento de qué llamarlo mexicano. No sé a cuento de qué ponerle nombre… y peor aún ¡celebrarlo! Celebrarlo como se celebran las fiestas una vez cada doscientos años, como quien dice para que no se nos olvide.

Non, señoras ein señoras. El trampantojo que se nos muestra ante los ojos, rodeado de carromatos y disfraces de adelitas es tan simple que espanta: usted no es mexicano. Usted no es nada de eso. Usted tampoco es español si ocupa el caso, o ecuatoriano o colombiano o gringou. Nada, nada, nada. Ni siquiera zamorano o regiomontano o de donde carajos gentilicios se le ocurra. Pero ahora resulta que no sólo estamos constreñidos, mal que nos pese, a la existencia de un Estado –y claro, en mi Pasaporte a rótulo entero dice: NACIONALIDAD MEXICANA- y no tengo más que enseñarlo a las autoridades migratorias con un poco de tristeza, pero siempre intentando recordar que ese que está en el pasaporte no soy yo.

Y que, en fin, aparte de todo este tejemeaneje y recuentos de almas por parte de los Estados –no sólo el mexicano, queridos, no sólo los tercermundistas, sino también y sobre todo los de Primer Mundo: esos estaditos que salen en las noticias y que ustedes los que se sienten mexicanos, ven así como una mezcla de verde envidia y blanco anhelo-, y el peso que uno tiene que aguantar enseñando pasaportes, credenciales, identificaciones en donde lo único que está rezando es el nombre y el nombre de tu estado, al fin… al cabo de aguantar retenes, multas, tráfico, estas ciudades repletas de basura, en estos guetos de ricos güeritos y pobres negritos, este asco que hace que se me de vuelta el estómago cada vez que por error escucho las estupideces que se les resbala de la boca a cada uno de los mandamases y prohombres que dirigen este barco al que me abordaron cual polizón sin saber muy bien si quería o no, impuestos… bla bla bla.

¡Y encima pretenden que celebremos!

Nada, nada, nada.

No celebraré nada. Tampoco pido ningún luto. Si alguno tiene una escapada del trabajo, también dese el lujo, señora, señor, de liberarse –aunque sea durante un rato- de ese trabajo asqueroso de SER mexicano.

Uy, eso sí, para que vea… eso sí se me antoja celebrarlo.