Ya hablamos la última vez sobre este mismo tema (la falsa separación entre lo ideal y lo concreto) en referencia al tema del dinero y las utilidades –‘materiales’- que puedan o no reportar las ideas y los estudios, dejando del lado toda consideración física o metafísica del asunto de la abstracción o de la materia.
Es momento, pues, de abordar cosas un poco más alejadas del sentir claro y directo que uno experimenta ante la llamada de los ‘materialistas’ –es decir, que llaman ‘materia’ al dinero y viceversa-, para tocar los razonamientos que algunos hayan proferido sobre este tema, para ver de que manera nos puede aportar más arma para demostrar la mentira encerrada en esta división.
Quizá la mejor manera para comenzar es reconociendo la utilidad que la Realidad extrae de esta forma de administrar sus cosas: llamándolas a unas reales o concretas o materiales y a las otras ideales o abstractas o inmateriales.
La importancia de esta concepción, se ve, es la noción implícita que tiene todo hombre que se apropia de esta separación es suponer que lo concreto es más manejable que lo abstracto (falacia que no se sostiene al más leve de los exámenes): y así someter a las cosas físicas, como una mesa, un perro o un jamón, a un régimen de conocimiento absolutamente sencillo… siendo que estos serán mucho más fáciles de conocer –ya que se usan, se comen, se poseen- que un triángulo isósceles, la teoría epistemológica de Platón o el conjunto de los números primos.
Las cosas concretas, según esa opinión, no esconden ningún secreto y son absolutamente simples: manejables, computables y acumulables –de ahí su misteriosa semejanza con el dinero, que sin esta división no se sostendría-, e igualmente, dado que se conocen y se tocan, se les puede imponer un valor.
No hace falta demasiado tiempo para deshacernos de esta mentira: baste con reconocer que es prácticamente imposible saber lo que es una mesa, un perro o un jamón, cuando se piensa adecuadamente. Y sirva como ejemplo la triste labor de los zoólogos y naturalistas: que ante la imposibilidad de definir un vencejo, un alcornoque o un almendro, no tienen más remedio que –al reconocer que lo inútil que supondría intentar hacer una descripción que agotase las notas de la cosa- el de elaborar una serie de taxonomías, ordenes, géneros, especies, etc. en la que acomodan desde los pájaros hasta las setas… y todas las cosas que se agrupan en tales familias y taxones consiguen definirse individualmente en sus diferencias específicas. Esto es que ningún botánico podrá decir nunca qué es un almendro, ni un zoólogo qué es un vencejo… sino apenas agruparlos e ir desviando los significados en otros tantos.
Es momento, pues, de abordar cosas un poco más alejadas del sentir claro y directo que uno experimenta ante la llamada de los ‘materialistas’ –es decir, que llaman ‘materia’ al dinero y viceversa-, para tocar los razonamientos que algunos hayan proferido sobre este tema, para ver de que manera nos puede aportar más arma para demostrar la mentira encerrada en esta división.
Quizá la mejor manera para comenzar es reconociendo la utilidad que la Realidad extrae de esta forma de administrar sus cosas: llamándolas a unas reales o concretas o materiales y a las otras ideales o abstractas o inmateriales.
(Más allá del establecimiento de la común confusión de los términos y que los
hombres confundan dineros, ideas y cosas, para que así el cambiazo de la Fe por
lo otro sea mucho más sencillo y fácil.)
La importancia de esta concepción, se ve, es la noción implícita que tiene todo hombre que se apropia de esta separación es suponer que lo concreto es más manejable que lo abstracto (falacia que no se sostiene al más leve de los exámenes): y así someter a las cosas físicas, como una mesa, un perro o un jamón, a un régimen de conocimiento absolutamente sencillo… siendo que estos serán mucho más fáciles de conocer –ya que se usan, se comen, se poseen- que un triángulo isósceles, la teoría epistemológica de Platón o el conjunto de los números primos.
Las cosas concretas, según esa opinión, no esconden ningún secreto y son absolutamente simples: manejables, computables y acumulables –de ahí su misteriosa semejanza con el dinero, que sin esta división no se sostendría-, e igualmente, dado que se conocen y se tocan, se les puede imponer un valor.
No hace falta demasiado tiempo para deshacernos de esta mentira: baste con reconocer que es prácticamente imposible saber lo que es una mesa, un perro o un jamón, cuando se piensa adecuadamente. Y sirva como ejemplo la triste labor de los zoólogos y naturalistas: que ante la imposibilidad de definir un vencejo, un alcornoque o un almendro, no tienen más remedio que –al reconocer que lo inútil que supondría intentar hacer una descripción que agotase las notas de la cosa- el de elaborar una serie de taxonomías, ordenes, géneros, especies, etc. en la que acomodan desde los pájaros hasta las setas… y todas las cosas que se agrupan en tales familias y taxones consiguen definirse individualmente en sus diferencias específicas. Esto es que ningún botánico podrá decir nunca qué es un almendro, ni un zoólogo qué es un vencejo… sino apenas agruparlos e ir desviando los significados en otros tantos.
Ante esto, sin duda ya se nos empieza revelar la mentira: es mucho más fácil definir –o por lo menos decir algo adecuado a la cosa- en cuanto tratamos de triángulos isósceles o teorías filosóficas, que decir lo que se adecua a una mariposa o una flor cualquiera.
En ese sentido, digamos de una vez por todas que ‘lo concreto’ es incluso más inmanejable –si se mira con detalle-, que cualquier aparato ideal.
Naturalmente esto ya se sabía desde hace mucho tiempo y no estoy diciendo absolutamente nada nuevo. Aristóteles mismo –y toda la tradición escolástica- hablan siempre de la materia como algo que raya en lo inasible. Para Plotino, la materia es lo colindante con el no-ser, guarda una extraña semejanza con Dios –el Uno- que es que es incognoscible –que no se le puede someter al lógos-, los únicos entes con los que se puede contar (los únicos que poseen algún grado de aceptable de Realidad) son las almas e ideas.
Lo que hace Plotino es simplemente vertebrar el platonismo. Pero también en Aristóteles –a quién la tradición académica ha alzado como principal oponente del platonismo, puesto que aunque haya gastado gran parte del libro XIII y XIV de la Metafísica en criticar la ‘existencia separada de las ideas’- maneja la materia de una manera extraña… Esto es, convirtiéndola en un agregado de la forma (al êidos) carente de toda característica o propiedad: lo que se denominó entre los escolásticos materia prima, y que provocó no pocos descalabros en cuestiones teológicas durante la reintroducción de Aristóteles a occidente a través de averroísmo.
Es decir, que para Aristóteles existía ‘lo que aparece’, sin decir que aquello que tenemos dado en el árbol o el vencejo, sea puramente material –ya que está compuesto también de forma- y únicamente por abstracción –separación: chorístos-, se puede separa lo Ideal –lo abstracto, tales como las reglas silogísticas del razonamiento dialéctico, las figuras geométricas o los números- y lo Material.
Sin embargo lo más que se puede decir sobre la materia en Aristóteles es que le funciona como un mero principio de individuación y nada más. Esto es, una mera forma de separación entre las cosas que se ‘nos aparecen’ pero ninguna otra característica puede tener sino por virtud de su forma.
Ahora bien, no quiero entretenerme demasiado con Aristóteles y lo que vino después con los sucesivos platonismos y herejías sobre el mundo y la materia –y como durante toda la Edad Media, hubo grandes controversias sobre si Dios podía estar en el Mundo (o incluso el extraño caso de David de Dinant –cuya obra De tomis, hoc est, de divisionibus desaforutunadamente se ha condenados en 1210 y prohibidos en 1215-, que Santo Tomás [S.T., Ia, 4, 20, 2] nos dice escuetamente que «decía muy neciamente que Dios es materia prima.» Aunque lo más probable es que esta información del aquinatense no sea mas que una mala interpretación –aristotelización- de otra cosa), sino acudir a argumentos más simples, directos, modernos –sin tanta cháchara sobre historia de la filosofía- que nos pueda demostrar de qué manera materia e idea se confunden en una sola cosa.
Aunque quisiera aventurarme y sumergirme en cómo es que ya la materia se nos ha vuelto luz y energía, mis conocimientos sobre física cuántica y la teoría de la relatividad son absolutamente raquíticos… pero quede dicho cómo a los propios estudiosos de la ‘más rabiosa actualidad’ –dando por sentado de que todos los tiempos están, como dijo el otro, en este tiempo-, la materia se les ha escapado montada en un rayo de luz.
Para lo otro quisiera recoger dos textitos de don George Berkeley, ese obispo irlandés al que tradicionalmente la academia no ha tenido el mayor empacho en llamar –en su necesidad de catalogar todo lo que aparece por aquí y por allá- ‘idealista’. (O en una peor denominación, aunque eso propiciada por unas interpretaciones parciales de su obra ‘solipsista’). No entraremos en ello ahora…
Apenas diré que Berkeley se empeña en destruir la concepción de la materia únicamente como un amague retórico para demostrar la existencia de Dios. Ese era su cometido… y aunque aquí bien poco nos interese su conclusión y resultado, su razonamiento no deja de ser válido.
En la Introducción a su Tratado sobre los principios del conocimiento humano, en escasos 20 párrafos da al trasto con toda la teoría de la existencia de la materia, negando justamente la posibilidad de que existan cosas separadas de las ideas –puesto que si estuviesen separadas de las ideas (fuera de la mente) no podrían ser ni conocidas ni tendrían ningún significado –sobra decir que Berkeley siguiendo la tradición psicológica de Locke abre el campo de lo que se llamó después filosofía del lenguaje:
«Que los demás tengan esta maravillosa facultad de abstraer ideas, es cosa que ellos mismos podrán decir mejor que nadie. Por lo que a mí respecta, yo encuentro, ciertamente, que poseo la facultad de imaginar o de representarme las ideas de las cosas particulares que he percibido, y de las otras varias que resultan de combinarlas o dividirlas. […] Pero siempre que imagino una mano o un ojo, éstos han de tener una forma y un color particulares. Del mismo modo, la idea de hombre que yo me formo, ha de ser siempre la de un hombre blanco, o negro, o bronceado, o derecho, o torcido, o alto, o bajo, o de mediana estatura.» (§ 10, Ed. Alianza, trad. Carlos Mellizo)
Lo que dice tiene la intención de negar la teoría de las cualidades primarias y secundarias de los objetos, que enunciara Locke en el Ensayo sobre el entendimiento humano.
Sigue Berkeley después de asegurar la no existencia de las ideas sin la mente –y por tanto la existencia necesaria de un sujeto, convertido en sustancia percipiente-, ya fuera de la Introducción:
«Hay algunos que establecen una distinción entre cualidades primarias y secundarias. Por las primarias entienden la extensión, la figura, el movimiento, el reposo, la solidez o impenetrabilidad, y el número; por las segundas entienden todas las demás cualidades sensibles, como los colores, los sonidos, los sabores y demás. Reconocen que las ideas que tenemos de éstas no son imágenes de algo que existe fuera de la mente o no-percibido; pero mantienen que nuestras ideas de las cualidades primarias son representaciones o imágenes de cosas que existen independientemente de la mente, en una sustancia no-pensante a la que llaman materia. Por tanto, debemos entender po materia una sustancia inerte e insensible, en la que la extensión, la figura y el movimiento subsisten de hecho. Pero, partiendo de lo que ya hemos mostrado, resulta evidente que la extensión, la figura y el movimiento son únicamente ideas que existen en la mente, y que una idea no puede parecerse más que a otra idea; y que, en consecuencia, ni ellas ni sus arquetipos pueden existir en una sustancia no-perceptiva. De lo cual resulta claro que la misma noción de materia o de sustancia corpórea implica de suyo una contradicción.» (Berkeley, Tratado sobre los principios del conocimiento humano, § 9, Ed. Alianza, trad. Carlos Mellizo.)
No creo que haga falta añadir más párrafos explicativos: La materia, tal y como se le concibe sigue siendo una Idea, sea como soporte o como Dinero o como algo que se puede manejar y contar y agrupar en la mesa, el perro o el jamón: la materia sigue siendo Idea en la medida que la sometemos a una explicación:
«Hylas: (Sobre el sustrato material) No pretendo tener una idea positiva adecuada de él. Sin embargo concluyo que existe porque no se puede concebir que existan cualidades sin un soporte.
Philonús: Parece, por consiguiente, que tienes de él sólo una noción relativa, o que no lo concibes más que al comparar la relación que tiene con las cualidades sensibles.» (Berkeley, Tres diálogos entre Hylas y Philonús. A lo largo de los cuales quedan plenamente demostrados la Realidad y Perfección del conocimiento humano, la naturaleza incorpórea del alma y la inmediata providencia de una Deidad: en oposición a los escépticos y ateos, así como un método abierto para convertir las ciencias en algo más sencillo, útil y compendioso. –este es el título completo-, Ed. Humanitas, trad. Manuel Satue)
No hace falta en que continúe el razonamiento del diálogo: el título del libro lo deja bien claro. Naturalmente que Berkeley aceptaba que existían Ideas –percepciones- que el sujeto –‘yo’- no puede controlar… pero era justamente eso lo que demostraba la existencia necesaria de otra sustancia –algo que tenía que ser similar a una idea, ya que una Idea sólo puede parecerse a otra Idea- que era el Espíritu Supremo o Dios. (Por eso la nomenclatura de ‘solipsismo’ es una interpretación parcial porque para Berkeley tienen grado de existencia no únicamente el Sujeto sino también Dios, comunicándose incesantemente a través de las percepciones incontrolables)
Naturalmente eso de Dios nos interesa bien poco. Lo que hace Berkeley –como es su mandato e intención- es siempre defender la Realidad (y nosotros, no debemos olvidarlo, estamos aquí para atacarla)… sin embargo su razonamiento no deja de ser brillante y útil si nos deshacemos de su conclusión: la materia, en tanto que no es idea es un misterio absoluto.
A ese misterio el irlandés lo nombra Dios –y, si cabe peor, el Dios cristiano-, pero a nosotros no nos hace falta. Ese misterio extraño, que yo sigo sin entender, es el que funciona como una herramienta útil contra la Realidad… contra la pretensión de vender mesas, comprar perros o saber jamones… Cuando uno se da cuenta de ese misterio y lo vive y lo siente –no como los misterios teológicos que pretenden dar explicación a lo inexplicable, sino como puro asombro y pura duda- entonces la Realidad se desquebraja y muestra su verdadera cara: que no está cerrada y se le puede atacar con las máquinas adecuadas.
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