miércoles, abril 04, 2012

El pacto


Cuando veo a mis perritas observo sus comportamientos. Sus vaivenes, las colas que se mueven, que juguetean, veo cómo se trepan las unas sobre las otras para verme desde la reja cuando vuelvo del tajo grasiento y sudoroso. Más divertido es verlas correr y jugar, se lanzan cual balas peludas o revolotean entre el pasto como cerditos en una pradera. Aunque también las escucho y veo gruñir, ladrar, establecer sus jerarquías, sus ordenes, sus "aquí mando yo", "eh, este es mi lugar, tú vete", subiéndose unas encima de otras, alguna de ellas llevará -o eso creerá, la pobre- el control sobre las otras dos. Una corre desbocada y las otras le siguen. Aquella se mete en su casa y las otras le siguen. Aquesta otra se tumba a mis pies para pedir cariños y las otras dos, ni tardas ni perezosas, se enciman cual montaña de pelos para ganar la caricia.

Están, continuamente, renovando un pacto. Alguna lo propone, las otras lo aceptan tranquilamente. El pacto es móvil, tiene aún esa gracia, porque ninguna es lo suficientemente fuerte como para mantener el poder todo el tiempo. Hay mandas de perros, monos y hombres en los que este pacto si tiene una continuidad desalentadora, de eso no cabe duda.

Y es de ese pacto del que yo ya estoy francamente harto. ¿A ustedes no les pasa? Es un pacto que se firma sin quererlo. Se nace a ese contrato. Un pacto en dónde líder y seguidores están ambos sujetos y que ni uno ni otro es más libre.

En todos lados vemos eso: el pacto familiar, laboral, político, moral, identitario. Todos son uno y lo mismo. El padre es padre y el hijo es hijo. El trabajador -llámese mecánico, reportero, servidor público, adiestrador canino, etc.- siempre tiene que estar guardando su papel. He conocido gente de lo más cínica y desvergonzada que de pronto la encuentro hablando de moral y de justicia, sólo porque ahora es policía. O el servidor público esclavo de los partidos, los reporteros en su papel siempre mandado por el editor, el escritor y artista siempre pendiente de lo que los mercados públicos y modas se encaprichan -que si novelas históricas, o género negro de los urales, o vampiros o conceptualismo o land-art o...-, los jefes, evidentemente, siempre con el trabajo de mantener la idea -cual sea que sea, de subir su empresa, de ganar más dinero, de producir mejor, da igual-, o el marido que ha optado por dejar de hablar con su mujer, no vaya a ser que en una de esas le diga algo de verdad, todos cumpliendo su papel como mis perritas. Como yo mismo.

Ese tristísimo pacto con la Realidad de ser quién se es y de defenderlo hasta la última de las consecuencias. Defender el nombre, la profesión, el quehacer, la persona en resumidas cuentas. Como decía aquella canción de García Calvo:

Todos tienen su idea: son ellos
los reyes del aire.
Y si tú ves que, cuando a todos
los cierre en la cárcel
de los versos y que la música
ya se apague,
yo me quedo a las nubes
mirando distante,
recuérdame y dime «La veo ahí
la cara del que sabe».

Porque el caso de ese pacto es que nadie gana. No seamos tan ingenuos que el jefe es más libre que el obrero. Que el rico es más feliz que el pobre. Que el profesionista independiente y educado está más realizado que el obrero ignorante. Aquí todos pierden. Todos viven esclavos de la idea y del aire. ¡Y con tan poca gracia...! ¡Por tan poca cosa! Que si fuera una caricia del ovillo de pelos de esas mis tres perrillas, o por correr y alcanzar a la flecha de pelo marrón que se lanza a galopar montaña abajo...

No, en este pacto al que todos nacemos -y algunos ratifican con más ímpetu que otros- no tiene más que ofrecernos que nuestro lugar en la Realidad. Un lugar. Eso es lo que da. Dinero, prestigio, fama, cartera, persona, arte, cultura... son cosas que en último lugar dan fe y constancia de ese lugar que ocupa uno. Su triste nombre.

Me emborrono. Nada puede servirme de intercambio como para dejar de ser un rato yo mismo e irme tras el primer perro que cruce a mi derecha, sacándole la vuelta a la Realidad y sus pactos.

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