martes, enero 11, 2011

Espera...


El que espera desespera,
dice la voz popular.
¡Qué verdad tan verdadera!

La verdad es lo que es,
y sigue siendo verdad
aunque se piense al revés.

(Antonio Machado)


Conjuro sea esto, del buen Machado, para iniciar el desgrane del tiempo. Conjuro sea al corazón para que nos cicatrice las heridas cual lametones de triste y rutinario quehacer. Y que así, convirtiendo esa flecha surcando el espacio –mezclándose con él-, haremos, si podemos, una margarita que deshacer con los dedos de síes y noes esperando no volverla a esperar.

Pero… claro, esto no será más que un intento. Un sortilegio, poderoso o no tanto, que lanzaremos, como cruzando en la tierra un círculo de sal y ¡hala! Ah, y a ver que tal nos sale…

Y es que la guerra contra esta Realidad es casi siempre una guerra contra el Tiempo. Y esa guerra contra el Tiempo es, casi siempre, una guerra contra uno mismo. Ansí que a ver que tal se nos da.

Allá que se traza con firme creencia la negación de la espera. ¡No voy a esperar! Gritamos todos los nuestros en la constante y perenne desepción del ideal. ¡No voy a esperar!

Pero lo vuelto del revés sigue siendo verdad. Y acaso en esa perpetua desepción se halle siempre a la vez la espera encerrada, vuelta hacia atrás. Que bien dice el conjuro:

La verdad es la que es,
y sigue siendo verdad
aunque se piense al revés.

¡Ay! Y es que habrá tantas cosillas, mentirijillas, colándose entre ese círculillo trazado en la arena. Y la primer mentira soy yo. ¡Yo soy lo primero que espero! Qué ese mandato de realización y futuro y supervivencia es la primera espera de todas. Y claro, es en mis sueños, en trabajos, dineros, pasatiempos, amores, verdades y nombres, donde en juego se encuentra el éxito de nuestro conjuro. Qué el conjuro del tiempo y la espera, es siempre un conjuro de mí.

Naturalmente no esperamos lograrlo tampoco del todo. No es ese el mandato de cruel amotinamiento contra uno mismo el que nos importa, sino simplemente el reconocimiento de que aquello que espero, siempre es lo que está aniquilando lo vivo que corre debajo.

No seré yo el que lo disfrute, ciertamente. Que lo más probable es que como cualquier vulgar hijuelo de vecino, seguiré entre mis carnes mañana, volviendo del curro con el maletín en el hombro, cansado, con una taza de café en la mano… El ceño enjuto por… bueno, porque este conjuro absolutamente defectuoso tampoco sirve para mucho… Pero por lo menos, y acaso con la misma tortura de siempre al volver a meterme en la cama y acaso no esté lo suficientemente cansado, puede que vuelva a estar ahí aplastado, repsando la espera de mí mismo, siempre pospuesta, siempre lejana.

¡Qué la otras personas desepcionen los ideales es algo tan cotidiano que apenas merece atención! ¡Lo auténticamente terrible es que en la espera de la realización (de su Verdad), las cosas –y yo y usted, querido lector, no somos más que un mero caso de cosa- están permanentemente luchando en una cosa y la otra!

No suele haber tregua en esto. Acaso haya que despreciar, con toda la benevolencia que se pueda, ese contar de los relojes, las promesas, los amores, los futuros, los dineros, las facturas, los contratos y los trabajos. Y digo benevolencia para no acabar dándole la vuelta a la cosa para acabar en esa tupida desilusión de la esperanza, que no es más que lo contrario de esa especie de ilusión de lo mismo.

Cada vez más endebles se vuelven las trabajos de este blog. Pero, lo cierto es, a pesar de todo, que cualquier corazón que sienta el peso del ir y venir del tiempo, hiriéndolo constantemente con esa punta que no cesa de atravesarlo en perpetúa fuga… pues no queda más que la festiva posibilidad de aliarse con el descreimiento, la alegría y un poco tanto del olvido –olvido de sí, que es olvido del tiempo-. Para ver si por fin esa flecha se vuelve flor. Para ver si un día de estos realmente el tiempo acaba llegando al corazón y tocarlo.

Hoy fue lunes… y la Santísima Semana que el Señor insitituyó para las labores del Progreso acaba de comenzar. Una cosa os pido: no esperen al sábado… por acá tenemos los ojos llenos lágrimas –por no decir ni invocar a las esperanzas- deseando, cruzando los dedos, tocando madera, para que nunca llegue.




Que no haya Domingo en tu vida, ni Sábado más…


sábado, enero 08, 2011

Cartita para los Reyes

A destiempo, como todo lo que se va haciendo por estas manecillas. Oigan, seré breve, brevísimo, que es que ya me frena la sola idea de saber que lo que quiero no lo van a poder cumplir. Pero bueno, acaso un rayo de sentido común les ilumine con mis plabras… y quién sabe ya que la frescura de estas fiestas se van emborronando con el redobles tamborileros de esta militar rutina, pues quizá entonces… no sé… con suerte y con eso de que el Mundo, por algunos lares, todavía parece vivo y con ganas de rehacerse, os mando esta carta como un no saber lo que hago, para ver si haciéndolo algo se hace. ¿Me explico?

No. Posiblemente no.

Pero es lo mismo. Estaba yo pensando que… pues un buen regalo de Reyes, no ya para mí, sino para la gente en general (si hubiera la gracia, por ahí de que siguiera habiendo gente en general), pues que no volvieráis.

No hace falta. En serio. No vuelvan. Los próximos Diciembres y Eneros, olvidense. No aparezcan por aquí.

No lo hago con el espaviento de aguarles la fiesta a los amantes de las Navidades, ni con rabia o coraje de ver sus carotas de sonrisas. No. Lo hago desde el temple helado de quien ya capeó el temporal y simplemente, con tranquilidad, dice ‘no’… ‘Ya no vuelvan.’

Con una honda, límpida y sana tristeza os lo pido de favor. No volváis. ¿De verdad créeis que lo que hacéis por acá es realmente importante? Hombre, y puede ser que aguno de entre los de acá piense lo mismo que ustedes. Que sin esas fiestas de súbitos tonos carmines y lucecitas de Navidad, la vida de los mortales sería terriblemente aburrida. Que Diciembre y Enero son los mejores meses del año porque se ve a la familia, se toca el pandero, se canta por las calles, se hacen monicos de nieve, se regalan cachivaches, se come turrón, romeritos, tamales, mariscos, cavas, sidras, whiskey, vino bueno, aves gordas, lechones, corderos, uvas, postres, mazapanaes, polvorones, roscón de vino y de reyes, ponches, cacahuates, mandarinas, dulces, coco, pan de jamón, galletitas, bla bla bla…

Y hombre, vamos, puesto de ese calibre, cualquiera se va con el engaño… cualquiera dice: Diciembre y Enero son los mejores meses del año, y por tanto estos reyezuelos de tres al cuarto, así como ese alcahuete turco de Myra, son absolutamente necesarios para pasarnolo bien y sonreír y hasta abrazar y sentir cosas bonitas y…

No, no, no… ¿Es que no veis el engaño tan simple, reyezuelos? Que todos los largos meses que arrastran los días, los años, las horas vueltas, revueltas y desenvueltas con la lentitud del letargo, rutina y quehacer, son justamente producto de esos meses de jarana y posada perpetua. Que esta bestial orgía de consumo y fiesta sólo se sostiene a su vez por la contra, por la aridez absoluta del resto del año.


Así que no os preocupéis, mis reyes, que ya los Hombres, cuando no tengan que esperar a Diciembre para festejar, ¿quién sabe? Ya se le olvide también esa manía de ir contando los tiempos en periplos orbitales alrededor de la estrella preponderante de este vagabundeo de materia en la nada.

Anden, haganme caso. Regálenos eso… si nos olvidan, si realmente se olvidan de nosotros. Si acaso el calendario se olvida de pasar y ya no hay ni Diciembres ni Eneros, (y sin Diciembres y Eneros, ¿cómo iba a acabar los años y a comenzar los siguientes?), se olviden ya los hombres de los tiempos, el sol se anime a salir por el norte y esconderse entre el levante, los hombres se olviden de trabajar, los telediarios se acaben por fin y los periódicos no tengan más remedio que reeditar las fechas pasadas para rellenar el tiraje de noticias. Ay, reyezuelos míos, se me hace agua la boca.

¡Quizá entonces no tengamos que esperar lo largo de los 365 días para descorchar una de cava, abrazar a alguno sin motivo o simplemente no tener la estúpida prisa militar de los trabajos!


Sinceramente suyo,
A. V. O.

P.D.
Disculpad no haber sido todo lo breve que hubiera deseado.


jueves, enero 06, 2011

Las rondas de la primavera


3. Las Rondas de la Primavera
(Tercera sección de la primera parte de La Consagración de la Primavera)

El silencio estremece dentro de casa
como si neblina nos envolviera
y procurarnos la privacidad
inquietante de cita primera de primavera.

No encuentro palabras o gestos
para romper la pueril timidez,
apenas dibujo, al darme la vuelta,
su nombre en mis labios,
como si invocarla en silencio,
de espaldas a vida y fertilidad,
ay, Primavera de Múltiples Pechos,
diera aquella niña semidesnuda
una fuerza divina, entendimiento absoluto.

No sé nada, ¿que puedo saber?
Nada: el tálamo vacío palpita
como si ya los cuerpos se agitan
sobre él, volcando en la tierra
semillas y flores de rocío húmedas,
ay, de terciopelo oloroso.

«Ven, acércate» dijo, «y verás.»
Y la Luna inició periplo hacia tiniebla
de este estuario de mórbida materia,
y la niña, desnuda, me mostraba
su cuerpo bronceado por juegos de estío,
y yo, oh Señora de la Abeja, fui hasta ella...
... y vi.

Sí, sí que lo vi, una vez más,
bajando del cielo cual cegador rayo
de Arco de Plata cayendo,
hasta ésta piel cúrcuma que recorrían,
presas desesperada avidez, mis manos
cubiertas de vientres y muslos y tetas,
abiertas sin fin ni frontera
que detuviera el rodar de mis ojos y de mi lengua,
subir y bajar, bajar y subir sobre carne morena.

Y vi, la vi, oh Ama de Perros,
Soberana Señora del Vértigo Ciego,
que libera saetas argentinas destellos
de platas de flores y cosas del cielo:
sin límite, abierta ante yo, secreto de amor
de dulce tupido y espanto y sudor.
Zumos, pistilos y miel, libando los jugos
de frutos maduros entre los muslos,
aullando con voz de cordero,
gimiendo con lengua de trueno.

«Yo soy Primavera», dice.
Y sus caderas se vuelven de fuego.
Aromas sus hombros,
de leche y canela sus pechos:
dueña de mil nombres
esclava de piel y caretos,
Devoradora de Hombres,
Reina de Espacios Desiertos.

Suplico a las musas informes
que den silencio a mi lengua
y lamer la verticalidad de tu nombre.

Rezos y cantos, aleluyas y loas,
conjuros y letanías ruedan de mi boca,
girando entre sábanas blancas
enredándome entre sus cabellos,
haciendo creer, oh Milpolimorfa,
que era yo... ¡que era yo el que te poseía!
Cuando sólo títere fui, cuerpo vacío
sin alma ni fuerza ni esencia,
porque toda agolpada estaba
entre tus muslos abiertos, dejándome seco,
¡ay!, dejándome seco.

Arriba, abajo, ya no sé yo dónde está el cielo,
vuelto de izquierda a derecha o acaso
bajo estremecidos resortes de este colchón viejo.
Niña, niña, niña... no quiero morir en tus manos,
¡ay! que un miedo me entra
cuando me hundo en ti,
terror pensar que nunca he de salir...

¡Ah, puta! ¡Puta soy yo! Temblando entre mi placer,
conteniéndome sintiendo que mi alma quiere correr,
huirse de mí, perderse en lo hondo de ti que amor
eres toda tú, amor eres toda tú, tetas de flor,
millonaria la lengua que te saborea,
contando entre mis labios el tiempo: ¡el tiempo!
Ese río en el que me ahogo...
ese río que mana de ti, fuente alimento,
¡cuánto tiempo yo viviré así, entre tus brazos muriendo!

«Niña, niña, niña... mira a este viejo,
sólo míralo un segundo, para sentir que soy yo
y no tú, oh Primavera sin nombre, el que te hace el Amor».

Pero la diosa en trance lloraba, gozaba, chillaba,
alzando sus brazos al aire, salivas y zumos y lágrimas
iban cayendo a nuestros lados, volcando sus ojos al blanco
cual flor parpadeante suspirando de blanca paciencia,
¡ola de de aceite de flores y frutos calientes
es la que sale de ella! y yo seco, muriendo, muriendo,
en el límite mismo de mi falso, mi falso cuerpo.

Me voy, te dejo mi nombre, que se lo quede el cielo,
me voy, dulce bocado de tierra, me voy a hundir en tu suelo
de carne morena y roja sangre sobre vientre de himeneo,
oh, blanca flor de porcelana, silvestre mujer, niña de fuego,
toma mis flores de leche, toma mi amor sobre tus pechos.

¿De quién? ¡Habla!
¿De quién es la herida de esta sangre sobre mi sexo?