¿Han visto qué bien se complementa esto del ‘entretenimiento’ de las letras, con el tufo rancio y aburrido con el que se embadurna toda la pomposa cultura?
No hay, verdaderamente a dónde hacerse en este cruce de de pestes. Y es que la verdad, siendo claros y sinceros, por más que a veces se nos atraviesen por aquí los libros y eso, no podemos menos que admitir que las letras son una peste. ¡Una auténtica peste!
Y es que por un lado tenemos a la producción horrorosa de libracos que no valen ni el papel que se gastó en su manufactura. Y por el otro, los bostezos interminables de los actos oficiales y oficiosos de la pedantería más o menos académica, más o menos bohemia, más o menos de aquello… pero que en última instancia siempre sirve para la glorificación de la peste del libro.
Pero es que cualquiera debería reconocer en sí misma la peste del libro y las letras. Por más que a uno se le escape el tiempo de súbito manoseando un volumen de poesías o filosofía o articulillos o… lo que fuere… lo primero que cualquiera con un mínimo de sentido común tendría que decir es: que pena que estas letras tan deliciosas estén condenadas al papel y no a la lengua viva…
(Mejor no diré nada de las NOVELAS ese género –que algunos erróneamente han llamado afeminado, pero que no es sino todo lo contrario: es el género masculino por excelencia, inventado justamente para mantener a las señoritas ocupadas en historietuchas de amores y aventuras, con tal de que ellas mismas no las vivieran mientras su marido ganaba el pan-; básicamente porque de ellas tendría que hablar largo y tendido, porque es la peor peste que jamás pudo pasarle a la lengua y ya me buscaré el tiempo y el lugar de hablar de ello)
Y claro, por un lado los mandamases de las clases de Lengua que ordenan –como si se pudiera ordenar eso de la apreciación de las cosas buenas y útiles- que se lea el Quijote o a Machado o a Quevedo o a Béquer o… y a saber a santo de qué utilidad prentenden hacer prender del niño el ‘sano’ hábito de la lectura. Y por el otro, las grandes productoras de mamotretos de 700 páginas con la historia del detective John Nofui que está siendo perseguido por su pasado, se lía con su superiora, atrapa al asesino y descubre –todo en 700- el verdadero linaje de Dios es Cristo.
No digo yo, no se me vaya a maliterpretar, que resulte algo alentador ver cómo la juventud pasa idiotizada ante el balón, ante la televisión o el videojuego –o si se quiere, también ante blogs como estos-, pero eso no tiene nada que ver con leer o no leer.
Se puede leer mucho… ¡bastante!... y ser un perfecto idiota.
De hecho, yo diría que una persona culta y preparada tiene más papeletas para ser un completo idiota, que un azipotao que no aparta la vista del televisor. Y la razón es sencilla: un pedante culterano y diletante es prácticamente lo mismo que un idiota. Eso acudiendo a la mera acepción griega de la palabra ‘IDIO-‘ que significa propiamente ‘privado’, ‘individual’, ‘de uno mismo’. De ahí: Idiosincrasia o Idioma.
Un idiota es simplemente el que vive dentro de sí y para sí. Y lo cierto es que los libros fomentan eso bastante. Y la escritura, ni se diga. Bastante idiotas nos vuelven, por cierto. Yo me descubro a cada momento en tales trances y pretendo –conseguirlo o no, no son cosas que a mí me competa evaluar- escapar de ellos. Pero en la medida en que uno se crea por encima de la media del nivel cultural, ya en arte, ya en literatura, ya en cine o moda, la idiotez parece volverse más arraigada y militante.
En fin, no vale la pena profundizar mucho en ello: sino volver, para que no se nos pierda el hilo… de aquello que nos contaba Quevedo de que leer es ‘hablar con los muertos’. Nada más.
Y ese hablar, como todo hablar, es un hacer. Un hacer sobre los que hablan que es el hacer y el deshacer más violento al que se puede aspirar. Un buen libro lo único que puede hacer es herir a quien lo lee, es transformarlo.
No entretenerlo, no rellenar el espacio vacío que tiene entre trabajos, no instruirlo, ni capacitarlo, ni entrenarlo en ninguna habilidad especial… simplemente herirlo. Deshacerlo, mostrarle con la pura lengua que la lengua hace. Que la palabra que, por puro formato de conservación, se nos da en tinta, puede de súbito cobrar vida y como la voz del amado, puede herir, curar y transformar.
Eso es un buen libro que tiene de bueno lo que tiene de vivo, no lo que tiene de libro. Que tiene de bueno su auténtica capacidad que tiene para traer a los muertos aquí para hacerlos hablar y restallar las lenguas ante nosotros: que parpadeamos.
Lo demás, es un festival de estupideces que sólo celebran la muerte, ya sea en el militante aburrimiento de la cultura o el descaramiento de quien únicamente pretende entretener el tiempo vacío entre las muertes sucesivas.
No, señores. La literatura es tan miserable. Mirad que aquel vanguardista escritor no hace sino lo que ya esta hecho desde el Poema 42 de Catulo. Esta hora tan breve en que los hombres y sobre sus papeles –o electrones, si el caso se pone a tiro- dejan sus palabras escritas, es apenas un suspiro, un bostezo si comparamos los años que los hombres –lo que se pueda llamar hombre- ya hablaba por el mundo.
Y antes de los hombres, las maravillas que las cosas se contaban unas a otras.
Aunque bueno, hay que decir y valga ello para nuestro consuelo que todo esto que cuento no quita para que de pronto, como aquel de Trópico de Capricornio de Miller o acaso las Filosofías del Tocador del Marquesillo de Sade, un libro venga como caído de la nada en el momento oportuno para zaherir la normalidad de la Realidad. Eso es todo a lo que, no ya una obra de letras, sino también las palabras que pretenden estar vivas, puede esperar ha hacer. Herir, romper, trocar: para revelar la vida del lenguaje, para descubrir que la lengua –siendo ella misma el Verbo- hiere, cura y transforma. Para que aquél que lee, a través de lo leído, nunca sea ya el mismo.
¡Cuántos libros hay que consigan eso!
Vaya peste de las letras. Mejor hable con su vecino, igual tiene cosas más interesantes que decir.
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