viernes, marzo 21, 2014

¡Viva!

Sólo hay dos pedagogías: la del amor y la de la muerte. Ambas enseñan lo mismo.


No, mamá. Yo sé que tú no estás muerta. No creo en trasmundos de chamusqueo eterno, ni de paraíso de aburrición, ni de tibio purgatorio. Tanto menos (que me parece que es darle del revés para lo mismo a la cosa) en espíritus chocarreros ni brujas ni entreplanos de la Realidad. Que ya con una Realidad me basta y sobra como para andar buscando otra.


Pero yo sé bien que no estás muerta. Que aunque te ande por aquí extrañando el cuerpo lirondo tuyo, tus gafas oscuras, tu mata negrísima de pelo (con el entrecano de los años), tu sorna perenne del mundo este de hombres que te tocó parir, yo sé que no estás muerta.


Mientras haya gramática que te nombre, que nos nombre. Habrá vida. La muerte es que ya a uno no le pase nada. Que uno sea el que es. Y tú no serás, no señora, de eso ya me encargaré yo, de seguir dándote quebraderos de sueños y miedos, madre que los tenías a puños.


Quién sabe, quizá sin el burbujeo televisivo que te hacía compañía siempre, sientas algo y escuches mejor. Perdona que, aún después de este trance tuyo, siga con la sorna de la tele y el crucifijo (que para mí, ya lo sabes, son casi lo mismo), pero ¿qué quieres? Ya mucha paz te dará el cuerpo tuyo, lindo y fregado ya de rosas, déjame que te siga yo (como solías hacer tan empecinadamente tú) poniéndote el gorro de razones y tonterías que se me cruzan por en medio.


¿Haz visto que fui a tu funeral? Con corbata y todo. Como me decías, sabiendo lo poco que me gusta, cuando la usaba: "Qué guapo" y te sonreías. Por más mortificaciones que la peste esa que te cayó encima te estuviera dando. Y hasta fui a misa. Y hasta recé. O por lo menos mustié lo mismo que mustiaban los demás. Fíjate nada más lo mucho que te quiero como para andar pasando por esos trances. 


Que es que ya sabes que ni funerales ni cumpleaños (que para mí son más o menos lo mismo) me gustan nada ni me gustarán jamás. Nunca me perdonaste que ni me parara en tu último cumpleaños, mamá. Pero, oye, es que yo no aguanto esto del conteo del tiempo (que es lo mismo que el funeral, cerrar el tiempo y el ciclo) y, aunque los sacrificios se valgan, hay que medirlos y darlos oportunamente.


Pues sí, que ya parece que nunca más vas a andar por acá, en la casa. Tú cama ya esta limpita y tendida, vacía. La misma cama en la que te vi hace dos días cuando vine a recoger una refacción entremedias del trabajo y me dijo la enfermera que ocupabas que te sentaran, que ya podías caminar con esas piernecillas maltrechas que te había dejado esa peste de Dios. Y bueno, yo, que te siento en la silla de ruedas y me miras y ves la ventana y resoplas y jalas el aire con la garganta y tu hilillo de oxígeno atado a la máquina resopla contigo burbujeando y te digo que ahorita regreso que voy a hacer una cosa y vuelvo y estás agotada de estar sentada y te digo si quieres volver a acostarte en tu cama y me dices que sí y tienes calor y te echan aire con una toalla y te acuesto y miro a mi tía y miro a la enfermera y te miro a ti y me veo a mí, que puedo caminar y brincar y correr y pasear y andar a barruntos por el cerro (aunque claro, tenga yo que volver corriendo al trabajo a dejar la pieza y cobrar los dineros para ir juntando, como tú bien hacías previsora que eras, para mis servicios funerales del futuro) y te di un beso en tu frente perlada y te dije te quiero y te dije que al rato volvía que nos veíamos en la tarde y ya nunca más te vi.


O sí.

O no sé.


Bueno, yo ¿qué voy a saber? Si soy yo. Que ya se sabe que esta pedagogía fantástica del amor y de la muerte es precisamente que hay que olvidarse de uno, de sí, del contorno preciso del límite del alma y patochadas psicológicas que le vengan detrás.


Y estás aquí. Porque te nombro. Que aunque, claro, no sea lo mismo que verte en el rebujo de la sorna y la risota que te traías hasta el lecho mismo de tu muerte, será una forma de no dejarte en paz. Que no te deje la razón, de vez en cuando, de asaltar... y cuando te hacías ovillo con el alma atorada y llenas de miedo, y te venía yo, algo cansado, es verdad (que ya mucho batallaba y batallo yo solo para deshenebrarme el miedo y las ideas), a sacarte algún resabio de alegría a fuerza de parir dudas y más dudas.


No, no estás muerta mamá. Porque la muerte tuya es la muerte de todos, ya se sabe. La muerte de cualquiera es la estadística que juega contra nosotros y nos condena: No, niña, no. Que aunque aquí sigamos en la congoja de la falta de ti, de los abuelos, de Agustín, de Javier, de Juan Pedro, de Panchito, de la Mandrake, de Happy, de... bueno, de esa ristra de nombres y sueños y masa que yo decía ver y tocar y abrazar, pues algo queda, algo se nos va cayendo, una venda que nos dice que el lenguaje lo cubre todo en ese lugar podemos, si aprendemos, como decía el nigromante zamorano, a dejarnos hablar, saldrán vivos y muertos a puños por bocas y nadie sabrá nada. 


¿Te imaginas una forma más bonita de Apocalipsis? Que los muertos resuciten en la boca de los vivos. Que de pronto de la urna de tus cenizas naciera una palabra, una palabra sola y que retumbara con un eco levantando de sus sepulcros a los corazones (más muertos los de los vivos, qué duda cabe) e hiciera añicos en un santiamén todo el mundo, el mundo todo con sus crucifijos, sus televisiones, sus cumpleaños y funerales.


Tú, mamá, tú no estás muerta. Así de simple. Por qué si, como decía el silogismo, si no estás ni aquí ni allá, ni en cielo, ni en infierno, ni en tu urna, ni en tu cama, ni en tu cuerpo... ¿por qué ya concluiré que no estás en ningún sitio? No. La demanda sin fin está ahí. La búsqueda puede seguir por siempre y no acabarse nunca. No estás aquí. Pero no estás muerta.


Viva.


Vivan tú y todos los muertos del cementerio. Que esta Realidad que te llenaba de miedos y tristezas, tiene como piedra angular la lápida de cada uno de nuestros muertos. 


Vivas tú por siempre, María Magdalena. No llores más, mamá. 


Te quiero.




2 comentarios:

Anónimo dijo...

No, no estás muerta Magdalena, en nombre de ti y tu recuerdo por aquí estamos llorando mucho. ¿No llorar más? No sé que es eso. Llorar, Llorarte, Llorarnos el mundo entero en flor de flores es el verbo más de cantar al viento que conozco, como un canto eterno que trae de otro mundo la redención. Llorar, tú lo intuías Magdalena es pedir un beso, o mejor dicho, es traer un beso desconocido en ese mismo pasar a nuestra boca. Es traer el sin fin a los labios que salados por la gracia de la sal vuelven a revivir en cada lloro. Es hablar y cantar a la vez con el sin fin, con la inteligencia. Todavía recuerdo Magdalena, tú que tan Magdalena eres y te lo confieso en este lugarcito que no nos escucha nadie, que de mocita ya algo mayor, algo más que niña, cuando mi madre lloraba, y lo hacía a menudo, fíjate tú..., yo sentía vergüenza. Y era seguro esa conciencia de mí misma que ya debía yo de tener por aquellos entonces, esa no pérdida de sí, de mí misma, la que no me dejaba perderme en un mar de lágrimas con ella. La sentía ahí, yo a su lado, y ella lejana. A la que debía entonces yo algo y no me dejaba perderme. Vergüenza de no encontrar esa paz que tanto se vende en los escaparates del sueño del corazón y sueños de vida con que nos matan, sueños de cómo hay vivir, que, como una paz sin guerra, deja al alma sin lágrimas. Y es que acaso Magdalena, eso de no llorar se me da la vuelta a mi en dónde más me duele y descubro a su vez que es ahí en la “no paz” dónde nadie podría sentir vergüenza por unas lágrimas y acaso por la desesperación encontrar algo bueno, la razón común con las demás cosas.

[Sigue en un segundo comentario]

Anónimo dijo...

Ese desasosiego del lloro que es perderse estando aquí y que desde aquí solo podemos ser más que espectadores, acaso espectadores de esa vida que nace bajo la madre que llora a sus hijos. Llorar es perdonar, perdonarse, volver a nacer cada día, nunca morir. De ese desasosiego no debemos sentir vergüenza, sino alegría. Que no hay fin. Que no hay final. Que no hay final para responder a la pregunta del por qué lloraban nuestras madres. Que no hay muerte. Que solo hay respuesta para el porqué del lloro cuando ya todo muerto y acabado...Y no, no estás muerta Magdalena! ¿Qué sabias tú misma de tus lloros? Si de tantos miles ya ni se podían contar y era ello mismo la liberación, llorar sin qué ni porqué. Y ahí estás tú Magdalena vuelta otra vez a mi recuerdos viva. Y estás y te oigo en cada llamada que nos hacíamos aquellos días en que me sentía tan solita porque tu hijo se me iba a lo Paríses sin mi! Y roto el sueño de querer haber ido con él y que fueran mis ojos los suyos por los que viera tan hermosa ciudad, triste me tenía. Y tú en cada llamadita para animarme me dabas la vida, con tu hablar inteligente y sosegado que daba gusto escucharte siempre, esa hondura buena de tu gracia que tenía para salirse de sí, y quitarse el malestar de esta vida, te atrevías a contar un buen chiste en medio de arrebatos de pasiones y tristezas, y sacabas una honda voz, inteligente y liberadora en medio de ellas. Y nos dábamos cariño mutuo en aquellas soledades de hombres que se marchaban fuera de nuestros amores a ver a otras madres: la que paría a la civilización, la madre Cultura, que era en realidad, el único Padre. Creo que nunca te lo dije Magdalena que algo bueno e inteligente me enfrentaba contigo de lleno, en aquellos días con mi propia idiotez. Y es lo bueno que conseguías y vengo de lo bueno que me dabas a recordarte aunque nunca te lo dijera de esta manera, sé muy bien que lo sentías. Y vengo un poco a llorarte y a llorar contigo desgracias miles de silencios encogiditos de almas poco libres que debieran a ti acompañarte, el mundo entero él acompañarte a la verita de tu “melena negrísima” a llorarse a sí mismo. No como un acto de llorar a la muerte, sino a la vida, al milagro de desconocerse. Desconocerse en tus ojos. El mundo contigo llora su desconocimiento. Desconocerse en tus ojos..., que cantan un sueño sin fin liberado en el silencio de las lágrimas! Magdalena enséñanos tu lloro! Enséñanos su secreto! Su liberación de culpas! Su no fin! Su no muerte! Gracias a tu hijo nos reunimos otra vez por aquí al calor de tantos amores, abuelos y nombres... A recordarles que mientras recojamos vuestras palabras no hay muerte de nadie que valga. Llorar es un acto de comunión con lo inabarcable, sin saber sabe del mar. Te traigo un granito de sal hecho flor a ti! Magdalena. Tómalo, poco tengo... Y mil gracias por parir a ese hijo tuyo que nos trae y nos lleva en esta luchas tan hermosas que no te dejan morir! Un abrazo mujer y gracias!

Carmen P. Corral