jueves, enero 06, 2011

Las rondas de la primavera


3. Las Rondas de la Primavera
(Tercera sección de la primera parte de La Consagración de la Primavera)

El silencio estremece dentro de casa
como si neblina nos envolviera
y procurarnos la privacidad
inquietante de cita primera de primavera.

No encuentro palabras o gestos
para romper la pueril timidez,
apenas dibujo, al darme la vuelta,
su nombre en mis labios,
como si invocarla en silencio,
de espaldas a vida y fertilidad,
ay, Primavera de Múltiples Pechos,
diera aquella niña semidesnuda
una fuerza divina, entendimiento absoluto.

No sé nada, ¿que puedo saber?
Nada: el tálamo vacío palpita
como si ya los cuerpos se agitan
sobre él, volcando en la tierra
semillas y flores de rocío húmedas,
ay, de terciopelo oloroso.

«Ven, acércate» dijo, «y verás.»
Y la Luna inició periplo hacia tiniebla
de este estuario de mórbida materia,
y la niña, desnuda, me mostraba
su cuerpo bronceado por juegos de estío,
y yo, oh Señora de la Abeja, fui hasta ella...
... y vi.

Sí, sí que lo vi, una vez más,
bajando del cielo cual cegador rayo
de Arco de Plata cayendo,
hasta ésta piel cúrcuma que recorrían,
presas desesperada avidez, mis manos
cubiertas de vientres y muslos y tetas,
abiertas sin fin ni frontera
que detuviera el rodar de mis ojos y de mi lengua,
subir y bajar, bajar y subir sobre carne morena.

Y vi, la vi, oh Ama de Perros,
Soberana Señora del Vértigo Ciego,
que libera saetas argentinas destellos
de platas de flores y cosas del cielo:
sin límite, abierta ante yo, secreto de amor
de dulce tupido y espanto y sudor.
Zumos, pistilos y miel, libando los jugos
de frutos maduros entre los muslos,
aullando con voz de cordero,
gimiendo con lengua de trueno.

«Yo soy Primavera», dice.
Y sus caderas se vuelven de fuego.
Aromas sus hombros,
de leche y canela sus pechos:
dueña de mil nombres
esclava de piel y caretos,
Devoradora de Hombres,
Reina de Espacios Desiertos.

Suplico a las musas informes
que den silencio a mi lengua
y lamer la verticalidad de tu nombre.

Rezos y cantos, aleluyas y loas,
conjuros y letanías ruedan de mi boca,
girando entre sábanas blancas
enredándome entre sus cabellos,
haciendo creer, oh Milpolimorfa,
que era yo... ¡que era yo el que te poseía!
Cuando sólo títere fui, cuerpo vacío
sin alma ni fuerza ni esencia,
porque toda agolpada estaba
entre tus muslos abiertos, dejándome seco,
¡ay!, dejándome seco.

Arriba, abajo, ya no sé yo dónde está el cielo,
vuelto de izquierda a derecha o acaso
bajo estremecidos resortes de este colchón viejo.
Niña, niña, niña... no quiero morir en tus manos,
¡ay! que un miedo me entra
cuando me hundo en ti,
terror pensar que nunca he de salir...

¡Ah, puta! ¡Puta soy yo! Temblando entre mi placer,
conteniéndome sintiendo que mi alma quiere correr,
huirse de mí, perderse en lo hondo de ti que amor
eres toda tú, amor eres toda tú, tetas de flor,
millonaria la lengua que te saborea,
contando entre mis labios el tiempo: ¡el tiempo!
Ese río en el que me ahogo...
ese río que mana de ti, fuente alimento,
¡cuánto tiempo yo viviré así, entre tus brazos muriendo!

«Niña, niña, niña... mira a este viejo,
sólo míralo un segundo, para sentir que soy yo
y no tú, oh Primavera sin nombre, el que te hace el Amor».

Pero la diosa en trance lloraba, gozaba, chillaba,
alzando sus brazos al aire, salivas y zumos y lágrimas
iban cayendo a nuestros lados, volcando sus ojos al blanco
cual flor parpadeante suspirando de blanca paciencia,
¡ola de de aceite de flores y frutos calientes
es la que sale de ella! y yo seco, muriendo, muriendo,
en el límite mismo de mi falso, mi falso cuerpo.

Me voy, te dejo mi nombre, que se lo quede el cielo,
me voy, dulce bocado de tierra, me voy a hundir en tu suelo
de carne morena y roja sangre sobre vientre de himeneo,
oh, blanca flor de porcelana, silvestre mujer, niña de fuego,
toma mis flores de leche, toma mi amor sobre tus pechos.

¿De quién? ¡Habla!
¿De quién es la herida de esta sangre sobre mi sexo?





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