domingo, mayo 31, 2009

Excursus: Contra mis estudiantes


Esta vez asaltamos cosas más de andar por casa… sin tanta metafísica. Porque hoy venimos a desmontar una de los artefactos más míticos y a la vez problemáticos que uno se pueda echar a la cara. Me refiero a la universidad y los estudiantes.

Notarán que digo ‘mis’ estudiantes y no los estudiantes… la razón no es porque yo tenga alumnos de ninguna clase, sino porque, aunque esté contra ellos –de alguna manera- a la misma vez uno no puede sentir viva simpatía por ellos de tal manera que hasta los hago míos… y si acaso algún reconcomio les tengo es porque no están lo suficientemente vivos, lo suficientemente alerta con las trampas de la Realidad, pero que aún así siguen siendo los que están más cerca del pie de guerra al que estamos volcados aquí.

Y si estamos contra ellos es en la medida en que ellos mismos constituyen parte de la Realidad… (y una parte bastante importante) y no menos me incluyo yo mismo entre ellos –en lo que tenga de estudiante. Digamos que en estudiante se funden esas dos fuerzas –la una en contra y la otra a favor de la Realidad- que hay que separar con mucho cuidado y no dejar que se mezcle la una con la otra.

De esta manera a la misma vez que atacamos al estudiante podemos atrevernos a alabar sus rebeldías contra Bolonia, sus huelgas de estudio, sus mayos franceses, sus diversos apoyos, en fin, contra el poder que pende sobre nuestras cabezas.


En esa separación vamos a quedarnos un rato, para pensarla y repensarla: ¿por qué es el estudiante el que, por lo general, se presta más a la batalla contra el poder dominante? Digo que, aunque no se rebelen en bloque, ni estén agrupados en sindicatos ni instituciones similares –la mayoría, por lo menos-, suelen estar más despiertos a las constantes mentiras que les van cayendo una tras otra desde arriba.

El motivo, después de pensarlo… la verdad es que es a la misma vez triste y feliz: feliz porque la verdadera causa de su quehacer es el hecho de que aún no están del todo hechos
-el estudiante, el joven, el niño (y en menor medida las mujeres, aunque cada vez menos), gozan del privilegio de no estar todavía hechos, de no tener sus límites claros, como en aquel poema de Machado. De pertenecer a una clase que no es clase ni está reconocida del todo en los estatutos de la Realidad, simple y sencillamente porque la Realidad no puede controlarla (como el pescador no puede dominar al mar en el poema que analizamos hace ya tiempo). La Realidad no puede controlar a la sangre nueva que va bullendo bajo las pieles de los estudiantes de la misma manera que un maestro difícilmente puede contener la sana alegría de un niño de seis años. Ante esta situación la mejor forma de reprimir esa amenaza de libertad que en sus espíritus les recorre es separándolos y arrogándolos a la pedagogía mortal a la que están sometidos todos los seres humanos que nacen bajo este régimen de Realidad. Y cuanta más energía tienen y gana tienen de sacudirse el yugo, tantas más cadenas hay que colocarle.

lo triste, del hecho es que su propia característica de estudiantes nos está ya diciendo que están en proceso de hacerse, de formarse, de delimitar sus cuerpos, sus respectivas individualidades, y así insertarse en la Realidad poco a poco, dócil y tranquilamente.

El paso por la escuela es el equivalente a los rituales iniciativos de las sociedades neolíticas que existen por todo alrededor del mundo: es el hecho de hacerse adulto, pero adulto en la medida en que es arrancar de su seno la viva fuerza de la niñez y someterlo a la muerte de la cultura. Entendiendo cultura como ‘lo que ya está hecho’ y a lo que el iniciado tiene que asentir sin más, el mundo cerrado de los adultos. Naturalmente existen prerrogativas y provechos para quién se somete a semejantes ritos iniciáticos: en algunas tribus americanas se les entregaba un nombre, un nombre verdadero y no el que tuvieran de cuando eran niños. El niño moría para la tribu, era una especie de homicidio ritual para que de sus despojos renaciera otra cosa que ya no era informe, que ya no era la encarnación de la fuerza indomable de la niñez: un adulto.

La pedagogía sólo puede establecerse en el mundo a través de un enconado y profundo odio hacia los niños. La Realidad odia a los niños de la misma manera que odia esa parte –que en mayor o menor medida persiste entre los adultos, pero siempre corriendo por lo bajo, donde nadie pueda verla- indomable, simple, y llena de esa razón vital que lo cuestiona todo con una claridad y una sencillez que destruiría cualquiera de las mentiras con las que se va tejiendo desde arriba.
Al fin y al cabo, el triste destino del estudiante es la integración: y su integración se establece a partir del trabajo remunerado: del dinero. Es un poco triste sentir que cuando el estudiante habla de ‘su’ futuro –porque es suyo, naturalmente que eso le han enseñado a creer al pobre, como el domingo que les daba su papá al caer la tarde si se habían portado bien, también sería suyo-, por lo general siempre están hablando de dinero.

Ese futuro que están esperando es siempre, como cabe suponerse, la introducción lenta y paulatina en la Realidad, no ya como estudiante, sino como hombre trabajador, como soldado del capital, hipotecado, padre de familia –divorciado o no, ¿qué más da?-, etc.

Sinceramente, para mí siempre había sido un misterio la transformación de los jóvenes en adultos. Un misterio auténtico: ¿cómo es qué aquel chaval que holgazaneaba tendido en el sofá, escuchando a todos y a todas que venían a contarle sus vidas, escuchando –en el supremo de la ingenuidad- hasta al pedagogo que al que le hayan adosado, cómo, repito, es que de pronto es un señor? Un señor de esos que camina solo… que desde la distancia aburre a los niños con su barriga, su cara larga, sus cuidados ademanes en la mesa, su imposibilidad para seguir ningún tema que no sea lo que ya está dicho o lo que no sirve para decir nada –los temas comunes: deportes, clima, dinero, algún titular del periódico, etc.- y que su cara rebela incomprensión a cualquier otra cosa.

(Naturalmente esta hechura del adulto nunca es total ni absoluta, y en ella
misma se pueden encontrar en grandes generalidades rasgos de eso otro indomable
de la juventud; aunque nunca se atreva del todo a dejarse llevar por ellos.)


Sea como sea, creo haber llegado al quid de la cuestión, ya que yo mismo me hallo en esa edad crítica en donde se suplica –ya por familiares, ya por dineros, ya por amores- que se tomen las riendas de la vida. Y debo decir que, aunque no se llegue a parodiar el asesinato ritual de los neolíticos, ciertamente, hay un momento en que el predominio en el joven, lo mismo que en el niño, es de miedo absoluto. Se le inflige miedo y a través del dominio de ese miedo –cuyo dominio pasa por sentirlo a ejercerlo en los demás- es lo que constituye la esencia de al adultez.

En ese sentido, el triste destino del estudiante es siempre insertarse en la vida adulta, en hacerse uno más entre los incontables que ahora les reprimen. Lo más inútil de la revuelta estudiantil, de la reyerta y del enfrentamiento con la autoridad, pasa por darse cuenta que esa misma autoridad hace una década estaba en el mismo lugar que el estudiante, y el estudiante, más tarde o más temprano, acudirá presuroso a esos puestos de autoridad a ocuparlos y ejercerlos –con más o menos convicción, da igual.

Naturalmente ello exige no únicamente la cuestionabilidad de toda la masa estudiantil, sino el someter a tela de juicio el valor actual de la propia educación y de la Universidad.

La Universidad desde su formación entre la comunidad de alumnos y profesores de las escuelas catedralicias de París en el s. XIII funcionó como un instrumento de regularización del saber… el conocimiento –sea lo que eso sea, que ya tendremos que hablar de ello en otra ocasión- pasaba por las manos de la Universidad de París que rápidamente se hizo presa de intrigas politico-religiosas entre los dominicos y los agustinos. Convirtiéndose inmediatamente el brazo más importante para normalizar cualquier disputa teológica –que en el fondo siempre se trataba de una disputa política-, para que nuestros bienpensantes, averroístas e intelectuales no se nos salieran del rebaño…

De la misma manera, hoy día las empresas usan a su antojo a las universidades y a su pobre alumnado, lanzado al estudio a los jóvenes como un buitre se lanza a la carroña, es decir, como su única oportunidad de supervivencia en este régimen del dinero y de la muerte. En un alarde de simpatía con el sistema capitalista, las universidades más prestigiosas cuentan con bolsas de trabajo con las empresas más importantes para incitar a sus alumnos a comprar sus puestos. Esto es a pagar las importantes colegiaturas a cambio de ingresar, sin más tránsito –casi sin notarlo, como si en realidad nunca hubiesen salido del todo de la Universidad (y así vigilar que salga bien esa transición del vigilante-pedagogo al vigilante-supervisor, y no vaya a ser que se desmadre una parte del engranaje en el camino). Y los alumnos, agradecidos, agachan la cabeza y presumen que desde los veinte años hacia delante lo único que tienen que hacer es esperar tranquilamente la muerte.

Y en cuanto a las universidades públicas, parece ser que lo único de públicas que tienen es su bajo coste –esto es para permitir que las clases más o menos bajas, puedan tener la oportunidad (no ya de instruirse, porque, siendo sinceros cualquiera puede reconocer que el gran grueso de los estudiantes no les importa tanto su instrucción como su diploma), sino de ingresar y subir un peldaño más en la escala social y de seguridad.

El destino de toda enseñanza que pueda salir de las Universidad es por lo general apoyar y recrear la Realidad… justamente entre las aulas de los doctores de física, biología, psicología, etc. van saliendo los titulares y formulitas que van sosteniendo y repitiéndose como un hueco eco entre los periódicos y los titulares de los telediarios –los más importantes productores de Realidad en cuanto a volumen:

(¿cuántas veces no se ha visto esos preciosos titulares entre una matanza en
Palestina y un asalto de joyería, un titular que dice algo así como: «Los genes
determinan más los comportamientos sexuales en hombres que en mujeres; así es,
un estudio realizado en la Universidad de Tubuctú ha demostrado a partir de la
comparación genética entre hombres y mujeres que hay un gen que determina qué
posición le gusta más unos u a otros. El doctor Roy Azbanut nos explica: “Así
es, a los hombres en la línea 23 del desciframiento del código genético dice
claramente que les gusta como perrito, en cambio a las mujeres no hay por donde
agarrarlas.” En noticias locales una joyería de Vallecas fue ayer asaltada por
un grupo de 3 hombres encapuchados y armados que irrumpieron en el local y se
llevaron 300 euros de la caja y 1.000 euros más en bisutería de plástico. Los
hombres tenían acento latinoamericano.»? Si la escena les resulta familiar,
piensen: ¿para qué está insertado ese estudio ahí?, ¿para qué sirve?, ¿por qué
la Universidad de Tumbutctú se gasta el dinero pagando a Roy Azbanut para
averiguar si la preferencia de la posición sexual en el coito se halla en el
genoma humano? Sencillo: porque sí. Es francamente útil para la Realidad ir
llenando los espacios que faltan por encontrarse e ir tapiando todas las
salidas, fomentando la mentira de que lo que no hay nada que no se pueda
explicar.)


Por ello es absolutamente necesario que los estudiantes comprendan, que vayan al final del asunto… que no se queden en su NO a BOLONIA (tan loable y tan superficial al mismo tiempo) y que ahonden y escarben en las situaciones que ha convertido a eso que llaman ‘conocimiento’ –aunque a mí la palabra me de ganas de devolver- en un bien más dentro de la sociedad capitalista, en algo que puede hipotecarse, que puede cambiarse por dinero y es justamente de Dinero de lo único que se trata en el fondo de la Universidad. La Realidad está pidiendo que el estudio es únicamente un trance entre la vida, necesario para la liquidación absoluta de lo incierto, de lo indomable, de lo vivo que corre bajo las pieles de todos los niños y jóvenes… está diciendo que en el momento en que se deja de ser estudiante se le otorgará las mismas prerrogativas que hoy día sostienen los dirigentes políticos, los doctores académicos y los padres de familia; esto es: ejercer el terror en vez de sufrirlo.

Contra esto es contra lo que se tiene que rebelar, eso sí, poniendo freno a todas sus ofensivas, diciendo siempre NO. Y estando siempre en pie de guerra contra la Realidad, con todos y cada uno de sus representantes: escuelas, Universidades, Estados, bancas, periódicos, medios de formación de masas, y como no, los nombres también.

¡Salud!


martes, mayo 26, 2009

Contra las Máquinas


Disculparan los pocos que usan de estos artefactos el hecho de que su publicación esté prácticamente reñida con toda periodicidad. Afortunadamente el buen Juan Charrasquea de la Colina y su Maestro Orejuela, saben hacernos las delicias por mientras.

Ahora bien, hay que hablar contra las máquinas –hablar, que es razonar (¿se va viendo que la única manera de verdaderamente hacer algo contra la Realidad es hablar contra ella? ¡Hablar que es hacer!)

Una de las grandes ventajas de las máquinas –aunque la ciencia ficción nos quiera enseñar lo contrario- es que no se ocupan de sí mismas, no practican aquel viejo predicamento socrático del ocúpate de ti mismo –una versión probablemente helenística de ese otro, más platónico, conócete a ti mismo. Es decir, no procuran autoconservarse. Las máquinas que de verdad son máquinas –y en tanto máquinas- no procuran perpetuarse; y ante ese maravilloso gesto de desprendimiento, no hay contradicción alguna en hacer una máquina contra las máquinas.

Y la cosa tiene su importancia. Como recordarán la vez pasada dije, sin reparar mucho en ello, que la Realidad era la Gran Máquina, o como alguna le llaman (aunque el vocablo me suene demasiado teológico y aún temeroso de creer de que cuando se entablando de él se está hablando de Dios): el Sistema. Y sin duda a alguno, como a mí, le haya asaltado la duda: ¿Cómo? Si la Realidad es una Máquina, al crear más maquinitas –o artefactos- como aquí lo estamos haciendo, ¿no estaremos, por el más sencillo de los silogismos, reforzando la Realidad que pretendemos combatir?

Y ante esa duda, por demás razonable, no nos queda otro remedio que aclarar:
Tiene que haber dos tipos distintos de máquinas (no es afán de taxonomía sino la manera en que se impone la verdad del uso de las máquinas, aunque –si se prefiere- únicamente hay una máquina y el resto que parecen máquinas, no lo son).

Antes de pasar a decir qué tipos de máquinas hay, tenemos que pensar en definir a la propia máquina… y con esto de las definiciones siempre nos hacemos un lío gordo por la simple y terrible razón de que la palabra nunca se deja cerrar del todo.

(De tiempo para acá me he dado cuenta, hablando aquí y allá, que
cuando uno se propone una cosa tan espantosamente imposible como decir ‘el ser’
–eso del ‘ser’, tendremos que hablarlo largo y tendido en otras ocasiones, hoy
pasamos de largo para no perdernos demasiado-, se pueden cometer dos clases de
errores: 1) separar esa cosa de las cosas con las que está en contacto de común
de tal manera que, en un afán de presentarla en estado puro, se acaba dando
cuenta de otra cosa que nada tiene que ver con la que en un principio
pretendíamos definir –errores, los más comunes entre los científicos y que se
potencia más y más con esto de la especialización del conocimiento-; y 2) que se
cree que cuando se habla de una cosa en contacto con las demás se puede llegar a
agotar esas cosas con las que entra en contacto y que a través de una especie de
lista taxonómica de casuística se pueda de verdad llegar a decir la definición
que buscamos. Así preguntando la cosa más simple y sencilla del mundo, p. e. el
clásico ejemplo de ¿Qué es un zapato?, no podemos mas que declararnos
incompetentes para abordar tal definición. Ambas son erróneas por cortas, la
primera quiere encontrar al objeto desnudo, purificado y en sus límites… la
segunda es un poco más sincera, aunque para ser correcta tendría que ser
infinita.

Esto es lo que Heidegger formula de una manera más pedante y
dificultosa de entender diciendo (¿Qué es metafísica?, Ed. Alianza, trad. Cortés
y Leyte, p. 14) «toda pregunta metafísica abarca siempre la totalidad de la
problemática de la metafísica.» Y aunque luego el buen Martinico se decanta por
centrarse en su Dasein, su observación no es menos zagas ni oportuna: toda
pregunta por el ser de una cosa, en realidad, en el fondo, después de ocuparse
de deshacerse de todas las particularidades –que ciertamente no son la que dan
el ‘ser’ a la cosa que es-, uno acaba descubriendo que desde siempre era la
pregunta por el simple y desnudo ‘ser’.


De esta manera se ve que toda definición es falsa y errónea. Porque lo
que hay es
siempre sin fin… y toda
definición es –por definición (porque definir quiere decir separar y la
cosa entre las cosas es de por sí inseparable)- incompleta. Y, por supuesto, consideramos que la pregunta en la que se detuvo Heidegger durante toda su
vida, no estaba, pese a los buenos frutos que dio –que por lo demás,
no fueron producto nunca de su intención-, correctamente formulada: es
decir, que a nosotros no nos ocupa ‘el ser’ de ninguna cosa. Y parece que,
como siempre –como antes hicieron Aristóteles, Descartes y su compañero
Husserl- lo único que hizo fue salvar la metafísica.

Habiendo dicho esto y recalcando que pensar una cosa es pensarla
entre las cosas, lo que la hace de sí inseparable y por tanto
absolutamente infinita –es decir, sin límite alguno-, decimos todo
lo que se dice aquí es de carácter puramente provisional e incompleto).


Digamos pues, que en su acepción más sencilla una máquina es algo que sirve para algo. Y punto.

Esta sencillez, como se ve, sólo puede separarse por una cuestión:
Esta es a quién le sirve.

El primer tipo de máquina le sirve al pueblo, el segundo tipo de máquina sirve a Dios (en ese sentido, es bastante posible que el segundo tipo de máquina, no sea verdaderamente una máquina, pero el tema de la purificación del lenguaje nos puede llegar a grandes equívocos de los que prefiero alejarme y dado que se les llama indistintamente, a unas y a otras, máquinas, no nos queda más remedio que aceptar sin más tal designación).

Ejemplos de las máquinas que sirven al pueblo –esta denominación traerá a colación numerosas apostillas que hemos de posponer para un momento más oportuno- son el fuego, la palabra, el ferrocarril, la memoria, ¿la radio?, etc. Ejemplos de las máquinas que sirven a Dios son el automóvil, la carretera, la televisión, la tarjeta de crédito, los ordenadores, la escritura, etc. Evidentemente esta separación –que es incompleta y falsa, como todas las separaciones- encuentra numerosas excepciones y los usos y quehaceres que se le puede dar a una máquina no siempre están imbuidos en el propio artefacto, y habrá veces (¿quién sabe?) que como producto de industriosos esfuerzos, uno consiga hacer que la escritura, p. e., sirva de verdad para el pueblo… o en otras palabras: en contra de su connatural designio, la escritura combata a Dios.

Pero, ¿de qué manera unas y otras sirven? Es bien sencillo y práctico.

El primer caso es bastante evidente –si comulgáramos con ese deseo de purificar al lenguaje, podríamos decir que cuando una máquina sirve al pueblo es cuando de verdad es una máquina-: cuando una máquina simplifica un trabajo, entonces… tenemos una máquina para el pueblo. (Lo dificultoso es que, evidentemente, estas máquinas, por lo general, siguen gobernadas por la Máquina de máquinas de hoy día que viene a ser Dios –por otro nombre: Dinero- y por tanto es demasiado simplista y torpe decir, por ejemplo, que una tuneladora o un robotito de las minas viene a simplificar y hacer más sencillo el trabajo de los barrenistas y los mineros si tenemos en cuenta que lo que se produce con ellas es siempre más Dinero). Quizá el ejemplo más claro y precioso lo tengamos en esa extrañísima máquina de la palabra. Ese sorprendente tejido de formas gramaticales, palabras sintagmáticas y aún, un denso manto de palabras semánticas que permite, por una extraña y misteriosa operación –que por más explicada que esté por los neurólogos y psicólogos no deja de ser extraña y misteriosa- nos permite ¿comunicarnos? –la palabra no me gusta-. (Aunque es un hecho que el lenguaje, usado de una determinada manera, sirve como una Máquina de Dios, haciendo su realidad, su lenguaje teológico, sus conceptos intocables, etc., lo cierto es que ese uso es bastante restringido en el uso verdadero de la lengua y tiene unos mecanismos bastante concretos que quizá vayamos viendo por acá poco a poco…) El lenguaje es la máquina más importante de todas, la que más nos sirve, la que va descosiendo la realidad a medida en que se va hablando –y quizá a la misma vez la va reformando en una especie de guerra perpetua-, pero que es el mejor medio –gratuito y disponible para cualquiera- para atacarla.

La palabra es el mejor de los artefactos contra Dios y su Realidad... y por ello mismo es la máquina que más sirve al pueblo.

Ahora bien, ¿y el segundo caso? ¿Qué máquinas sirven a Dios? Son las más, eso está claro. Pero antes de dejar claro de qué manera sirven a Dios, hay que decir que sin esa servidumbre de la Máquina, muy probablemente Dios no podría sostenerse. Dios necesita de las máquinas, como de los sacerdotes y de los ángeles… porque Dios no es nada ni hace nada… Deja que todos a su alrededor, desde los automóviles, las catedrales, los museos, los motores de combustión interna, los radio-telescopios y las cuentas bancarias estén demostrando a cada paso su existencia. Sin esa demostración, Dios no podría sostenerse por sí mismo.

Una vez dicho esto… tomamos un motor de combustión interna, un avión, una polea, o lo que sea... y lo ponemos a funcionar. Ante ese funcionamiento caben dos observaciones, 1) que la polea disminuye la fuerza necesaria para mover un peso, es decir que hay una especie de transformación en el quehacer de la cosa más o menos inútil, o 2) que la polea funciona de una determinada manera ante unas condiciones dadas y que, si fuese posible que los materiales no se desgastaran, la máquina podría seguir funcionando infinitamente sin variar uno sólo de sus movimientos. Esta infinitud de las repeticiones es la que esta demostrando su existencia: es decir, que dadas las mismas condiciones infinitamente, la polea se estaría comportando de la misma manera, siempre.

Toda caída de un avión, todo accidente de tráfico, todo fallo mecánico, tiene para Dios una explicación, una causalidad. Esta mentira que los científicos anuncian sin ningún empacho diciendo que no existe nada que sea inexplicable, que los fenómenos desconocidos están siempre por explicarse –como si la explicación no pidiera tantos axiomas misteriosos como los propios misterios teológicos de la encarnación-. Las máquinas funcionan no debido a imperfecciones mecánicas, sino que constitutivamente al funcionamiento se encuentra el fallo. Las ruinas ridículas de la razón no resisten, ni mucho menos, la embestida de un martillo que estalla en mil pedazos cuando se utiliza contra un clavo.

Por ello es que las máquinas, por más uso que le demos, ya sea para guerrear contra la realidad o simplemente utilizarlas para que el día a día se vaya emancipando poco a poco de trabajos engorrosos, lo cierto es que por todo lo alto siempre van pregonando las leyes con las que funcionan, el orden que las mantiene en funcionamiento: la mentira que van exponiendo con su simple desarrollo.