viernes, septiembre 18, 1987

La cigarra



Y ya no me cantes cigarra,
ya para tu sonsonete
que llevo una pena en el alma
como un puñal se me mete,
sabiendo que cuando canto
suspirando va mi suerte.

Bajo la sombra de un arbol
y al compas de mi guitarra...
canto alegre este guapango
porque la via se acaba
y no quiero morir soñando
ay, como muere la cigarra.

La vida, la vida, la vida, la vida, ey
es un contratiempo,
La vida, la vida, la vida, ey
La vida, la vi...


Caer al mundo es una herida. Nacer es un acto violento de separación. Lo separan a uno de un placentero sueño de no saber y le dicen: «¡Este eres tú!» Y a fuerza de repetírselo una y otra vez, uno acaba creyéndolo a pies juntillas. ¡Este cuerpo soy yo!, acabamos repitiendo frente a un espejo.

La blanca miel de la piel de una ya en sí misma es una coraza, un gran manto que nos protege y separa del mundo. Se pretende hacer del mundo el lugar más horrible para vivir: identifican la Realidad con todo lo que hay y así agrandan esa herida fundamental del alma a la par que fortalecen las defensas y las corazas del cuerpo. «¡Todo lo que hay más allá es peligroso! No hay ningún lugar fuera de la Realidad de nosotros los individuos: si te quitas la coraza, contra la de otro te estamparás.»

Y sin embargo aún hay gente que quiere desnudarse de veras. Que quiere ir quitándose, una a una, las sombras de su escudo, de su piel, deshacerse de sus fantasmas. Hay un riesgo, no cabe duda. No sólo por el hecho de que corres porque cualquiera, al verte tan prístina y clara, tan silvestre y dulce, como una flor, no tenga más remedio que intentar meterte de nuevo en la Realidad, ya sea haciéndote el amor –enamorándote- o ya sea lastimándote (que por lo general, ambos casos se tocan en muchos puntos). No sólo está eso, sino también se corre el riesgo, no menos duro ni menos turbador, que cuando uno empiece a quitarse armadura y escudo, lanza y picota, y les deje en el suelo… vea que uno mismo no era sino eso: un escudo, un escudo viviente sin nada por dentro.

Bueno… no sin nada. Algo hay. Siempre hay algo… un tesoro enterrado entre las carnes, pero ese no eres tú. ¡Esa no eras tú! Es lo que había antes de que te obligaran a nacer, lo que siempre ha estado ahí, como el ingenuo amor de los niños o los cachorrillos: el que siempre había estado amando, dando vueltas arriba abajo entre las mezquitas musulmanas y los laberintos de calles blancas, revoloteando de fuente en fuente como una brisa que sopla de pronto, alborotando las faldas de las señoras y los sacos de los señores… como si quisiera desnudarlos a todos, como si quisiera romperlos a todos. ¡Es eso lo que queda por debajo! Esa cosa tan bella que cuatro gamberros -que ya los habrían espachurrado bien espachurrado- un día atropellaron. Es eso lo que la Realidad y sus esbirros están siempre intentando capturar y devolverlo a su Caja de Pandora… porque saben que en el momento en que se libere, saben que en el momento en que cae un escudo hecho pedazos, todo este Mundo se estremece porque, aunque sea durante un momento, los de aquí abajo se niegan a someterse a ese régimen en donde la Muerte de cada uno es la de cada cual... y la vida entonces se vuelve bella.

¡Qué viva amenaza para la Muerte! Van cayendo los escudos y los tesoros relucen abiertos ante ojos llorosos. Y aunque sea por un momento solo, un pequeño instante, se callan las cigarras, se callan todas las mentiras que el mundo está gritando constantemente y uno despierta de un sueño extraño (de ese loco sueño de creer que se es lo que se es), para caer en la bella sensación, no se sabe muy bien ni por qué ni como, de que todos somos cualquiera y un lugar fuera de este Mundo es posible… es posible.

¡Gracias! ¡Gracias por intentar salir de ti misma!

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