miércoles, diciembre 08, 2010

La inteligencia



Alguna vez, no recuerdo a santo de qué, habíamos quedado entre estas mismas letras, si alguno hubiera quien las lea, en decir que es eso de inteligencia.

Promesa de sobra pretenciosa y algo bastante pedante de mi parte, que viendola en perspectiva no tenemos más remedio que reconocer que nos será impoible determinarla aquí. Acaso, sea por la mera imposibilidad que decía ese alemancillo vestido de tirolés: eso de que en cualquier pregunta que se esté intentando invocar al SER de cualquier cosa, en realidad la pregunta ya no apunta a la cosa, sino a la propia condición de SER, y ¿qué es ‘ser’? Es la verdadera pregunta que se pregunta cuando se pregunta cualquier estupidez como: ¿Qué es un perro o un zapato?

Bueno, bueno, dejemos estas tonterías filosóficas, quien quiera saber más Cfr. Hediegger, Martín, ¿Qué es metafísica? p. 104 de la edición de Gesamtausgabe de Klostermann.

Pero, como imaginaran, esta imposibilidad de decir el ‘ser’ de la cosa, no debe, ni mucho menos, clausurarnos los labios. ¿Por qué? ¿Acaso no van por ahí diciendo los psicólogos o los pediatras o los científicos de turno lo que es la sacrosanta inteligencia? ¡Naturalmente que hay que intentar indagar en la cosa! A lo cual acaso tengamos que acudir a esa técnica de contra luz que utilizan los magos en sus rutinas de silueta. Sin saber exactamente que ocurre dentro de la sombra, por lo menos contentándonos con siquiera encontrar los límites de la misma: diciendo lo que no es de la cosa, algo habremos hecho de bueno… ¿no es así? Por lo menos para reconocer que lo que se dice de ella positivamente –diciendo el QUE ES, de la cosa- siempre está mintiendo.

No. Inteligencia no es, como dicen algunos darwinistas en sus sueñecitos de entenderla, la capacidad de adaptación al medio. Tampoco es algo que puedan nuestros más juiciosos y minuciosos pedagogos, medir en probeta ni matráz alguno de notas, calificaciones y diplomas. Inteligencia no tiene nada que ver con la escuela, ni con las matemáticas, ni el conocimiento, ni la ciencia. Mucho menos, acaso, con habilidades puramente técnicas como mecanografiar, tocar el piano o hacer dinero.

Y para adentrarnos un poco, para intuir un poco los bordes de la cosa, nos valga acaso esos juegos de etimologías. Porque bien es cierto que INTER-LIGERE significa propiamente ‘ENTRE-LINEAS’ y va a resultar que lo inteligente es justamente aquello que no está en ninguna de las líneas, sino justamente entre ellas.

Pero aunque la metáfora del propio decir acaso se refiera a la línea textual de un libro –cuando acaso en las escuelas medievales se dedicaban a la lectio y no faltaba algún habilidoso que leyendo un texto, sabía leer cosas que no estaban escritas en él-, lo cierto es que podemos salir, cual hombre renacentista, de la cosa puramente textual y ver que el mundo, en su secreto, es siempre un chisporroteo constante de lenguaje:

¡Luego el inteligente será aquél que sepa ver entre las líneas de lo que hay!

Líneas que no son otra cosa que las cosas, así en bruto. (Cómo aquél poema de Machado que comentamos hace ya mucho tiempo). Así pues lo que tenemos ante nosotros no es una propiedad de las cosas: ¿cómo, Por los Santos y Sangrantes Clavos de Cristo de los Gitanos, podrá un hombre ser inteligente, si justamente la inteligencia es la que lo tiene necesariamente que estar sacando de su ser –puesto que él, al ser cosa, no podrá ser sino una de esas LÍNEAS, a la que la inteligencia tiene que esquivar para ponerse en práctica? O lo qué es lo mismo, dicho de manera más simple: que uno, mientras intelige, no puede ser él mismo.

Entendido como persona e individuo.

Todo esto por hacer eco de aquella frase del sabio de Éfeso, Heráclito el oscuro, recogido por la edición de Diels y Kranz en el fr. 108 sacado del Florilegio de Juan Estobeo, que dice: «De todos cuantos he oído razones, ninguno llega a tanto como a reconocer que lo inteligente está separado de todas las cosas.»

Y aunque esta afirmación, soltada así nomas pudiera parecer tan epistemológica que aburre, lo cierto es que no hay nada de lo que aquí se trate que no tenga que ver con esa guerra con la Realidad que nos traemos –que en el fondo no es otra guerra que contra este idiota que la escribe (y que si alguno de los lectores comparte tal idiotez, pues en algún sentido le ayuden los planos y planes de guerrilla que se me ocurren, mejor que mejor).

Pues, claro que por una afirmación relativamente semejante a esta que nos contó el tal Heráclito, se nos transmite también en un fragmentillo del De anima de Aristóteles que ya en su tiempo hizo correr ríos de tinta, cuando no alguna que otra cabecilla de algún franchute averroísta del s. XIII. Me refiero al libro III, capítulo 5. En donde dice, textualmente, según la traducción de Calvo Martínez, T.: «Así pues, existe un intelecto que es capaz de llegar a ser todas las cosas y otro capaz de hacerlas todas; este último es a manera de una disposición habitual como, por ejemplo, la luz: también la luz hace en cierto modo de los colores en potencia colores en acto. Y tal intelecto es separable, sin mezcla e impasible, siendo como es acto por su propia entidad. Y es que siempre es más excelso el agente que el paciente, el principio que la materia.»

(Y sí, este capullete macedonio se atrevía a llamar a Heráclito ‘oscuro’)

En fin, que más o menos, resumiendo, Aristóteles llegó a concebir en su serie de intelectos y tipificaciones del mismo (el inicio mismo de la psicología), un intelecto potencial, una especie de saber que tenía que estar separado del individuo, un saber que no podía ser parte del agente que traía al acto su potencia a través del acto de inteligir. Claro que, sin tomar demasiado en cuenta la terminología peripatética que prácticamente sólo sirve para el propio Aristóteles, la reformulación de semejante decir, generó una de las polémicas más duras del cristianismo contra el averroísmo y cuya nota final nos la transmite Santo Tomás en su De unitate intellectus contra averroistas, en donde la base de la polémica se haya en la posibilidad de que el intelecto esté SEPARADO de los sujetos, de los individuos.

Ya que, claro, ¡nefastas consecuencias se cernerían sobre el cristianismo de ser así! Como igualmente nefastas serían las consecuencias para esta sociedad de masas si alguien, de pronto, contra ese mandato de idiotez ilustrada –el sumergimiento en mí mismo como la suprema autoconciencia de mi ombligo-, si alguien se encargara de recordarles: cuando ustedes piensan de verdad, no pueden ser ustedes mismos.

¡Pero claro! ¿No estamos todos haciendo aquello que nos gusta? ¿No se está jugando constantemente con que es justamente que lo que nos gusta a todos –en particular- es justamente lo que hacen todos en bloque? Ver los mismos programas de zombies, jugar los mismos juegos de guerritas, leer las mismas novelas de vampirucos y policletos suecos, escuchar la misma música de rimpompun pun pun, hasta llevar el amarillo y el negro según la temporada que nos mande la diseñadora o ¿por qué no decirlo? ¿acaso escribir en un blog de estos para dárselas de muy escaqueado del sistema?

No señores, no. Son justamente los individuos los que son tan dóciles, tan miedosos, tan absolutamente inofensivos para cualquier orden. ¿O qué? ¿No os dais cuenta que lo que quería salvar justamente Santo Tomás era esa docilidad del individuo? ¿Qué lo que realmente quería sostener el aquinatense era justamente la posibilidad de que el individuo se salvara: que el intelecto, al estar unido al hombre –a su alma- era justamente aquello que pervivía tras su muerte? ¡Lo mismo ahora, señores, sólo que remozado como un cartucho deportivo!

En fin, en fin… que bueno, basta de tanta moralina, que también cansa. Quedémonos, como tendría que ser siempre, sin ese tremendismo por el que a veces me dejo arrebatar. Y es que nada más hace falta una ligera pérdida de esa sensación, una… una como nublazón de los ojos del amigo o la amiga, para que de pronto, entre ambos, entre tú y yo, ¿quién lo sabe? Se inaugure otra cosa… una cosa que no es ni tuya ni mía. Una cosa que no es cosa porque siempre está entre las cosas. No, yo no soy inteligente. Sólo al perderme yo, acaso brote algo de sensatez de lo que digo… sólo entonces, quizá…

Como dice el maestro en su Sermón del Ser y no Ser:

No me queda más remedio que esperar que en ti se diga, lo que yo no puedo decirte.